Va, reconócelo, cariño, tú y yo somos un pueblo que camina y juntos caminando llegaremos a la estación de los amores, que es la que queda antes de la extracción de los amores. Una vez tuve un gato y un disco de Led Zeppelin que se hicieron muy amigos. El disco era doble (el de las ventanas) pero el gato era simple. Nada más sencillo que un gato: le mueves el rabo y el coche empieza a levantarse. Los otros gatos son más complicados, han crecido a la sombra de Baudelaire y andan por la casa como pequeños poemas en prosa (la libertad la inventó un gato encerrado que soñaba con las flores del mar). España es un país más de perros que de gatos. Mira a Don Quijote, dulzura, sí, ahí, a nuestras espaldas. Mira su caserón de muros blancos en aquel pedregal de La Mancha (cielo azul falange, sol dorado del siglo de oro), y dime, con la mano en tu corazón (no lo aprietes, que es un animal muy frágil), sí, dime: ¿por qué no pone en el libro que la casa tuviese gatos? Qué país más canino hemos ido a elegir, princesa. Un solar de galgos corredores en busca de una sombra donde no les apedreen, a la espera de llegar a viejos para que les ahorquen en un árbol sin bosque. Qué bello es vivir, ya lo dijo el fotógrafo de la Guerra Civil mientras retrataba milicianos caídos. ¡Pero si hasta los tebeos han preferido aquí el perro al gato! Toby es un ejemplo, pero Pumby es la prueba palmaria. ¿Te acuerdas de cuando éramos pobres y vivíamos en el barrio y comprábamos a puñados Pumbys de saldo en los encantes? Solo porque eran baratos. Qué mierda lo barato: desde pequeños enseñándonos que somos carne de ínsula Barataria. Los tebeos de saldo, con las esquinas cortadas o con los bordes de las hojas entintados de azul como la camisa de un procurador en Cortes. No le des más vueltas, que no es el coche del Vaquilla, Pumby condensa el fracaso del gato. Ay, qué disgusto cuando veía aparecer a alguien con un Pumby. Y sin embargo, Pumby tenía razón. El mundo de hoy vive en Pumby, en una fantasía inocua, con la cabeza hinchada y los ojos muy grandes para ver muy poco. Ah, sí, pero lo que yo quería decirte, cariño, es que lo nuestro es un amor perruno. Lo llevamos en las venas igual que los nuestros llevaban metido en ellas aquello tan raro que les dejaba tirados a las puertas de las farmacias. España, país de perros callejeros. Aquí Tyrone Power se traduciría como el poder del tirón, no hubo vieja con bolso que se le resistiese. Amor mío, cuando veo tus ojitos negros, negros negritos, como mi suerte, pienso en los ojos dilatados de Pumby, falsamente infantiles (ahí también hacía trampa Carlos Giménez, pero él era grande). Va, cielo, mete lo que queda en la maleta y fuguémonos para siempre. Dile a tu hermana pequeña que se venga con nosotros. La salvaremos. Ella no tiene la culpa. Y que nos echen los perros, qué más da, los conocemos de sobras: son ellos mismos.