Ver crecer las palabras. ¡Cuántas se echan a perder por el camino! Demasiado volubles, demasiada facilidad para entrar y salir de las bocas. Demasiado ir de boca en boca. Tú y yo daríamos nuestras vidas por las palabras, pero ellas ya lo saben y se lo han cobraron de antemano. Ay, cariño, déjame que te lo explique. Te prometo que no te haré un relato. Hoy la gente llama relato a cualquier cosa, a una explicación, a una biografía, a una nube deshabitada. Una vida no es un relato. Las vidas no las escribe nadie. Eso lo dijo Sartre con los dedos amarillos de nicotina: la vida son las palabras. ¿Te acuerdas de cuando éramos libres? Entonces una vida era una novela y un relato era una manera pedante de decir cuento. Un relato es una novela de Ikea. Un cuento es otra cosa. En los cuentos está la semilla de lo que somos. En la cueva, escondiéndose del oso, oyendo la lluvia prehistórica caer en los bosques de coníferas, los cuentos empezaron a crecer sobre su rizoma de palabras. Ay, encanto, nuestro amor es lo que va de la pantalla de un Cine-Exín a la pizarra de clase, una recta infinita entre el cine mudo y el análisis sintáctico (los análisis sintácticos miden el azúcar del poder en las frases, la orina del poder en palabras). El significante y el significado son el Gordo y el Flaco de los estructuralistas. El libro de Lengua y la película de risa, de eso están hechas las palabras con que tú yo nos damos los buenos días antes de encender el ordenador (alguien nos cambió el cruasán de chocolate por un portátil).
Cielo, vivimos en un país de capitanes. Aquí, por encima de los Reyes Católicos, el vulgo prefirió al Gran Capitán, que con mueca condescendiente le había regalado a Fernando un reino. El populacho no sirve a quien no haya servido. Ésa es la cuota de sangre que entre nosotros nos cobramos desde el cerco de Numancia. Los reyes nunca pierden y eso les hace de mentira. Si jamás te han arrancado el pellejo a tiras no eres de la tribu. Los humanos nos reconocemos por nuestras cicatrices. Pero los españoles no podíamos conformarnos con una muesca, era necesario que nos abriésemos en canal para mostrar ante todo el mundo que dentro nunca hay nada, que la cultura es sólo superficie. Porque únicamente creemos en la nada, estamos dispuestos a perderlo todo menos la vida. Sin vida no hay nada. Nuestra sola posesión, nuestro único bien es la derrota. Y para eso, con un capitán basta. Ganar es de pijos. Reinar no es suficiente. Lo importante es vivir. Entre la gente de la calle (qué canalla es el lenguaje, dulzura: no es lo mismo un hombre de la calle que una mujer de la calle) es más trascendental un Cid que un rey Sancho o que un rey Alfonso. Piénsalo en etimológico: los reyes son la corona, un adorno, un anillo que se han puesto en la cabeza, y los capitanes son la cabeza misma. El nuestro es un país de bustos (no, no te estoy mirando las tetas). De cabezas. Los reyes no tienen busto, se les representa enteros como fantasmas. Era necesaria una república, un francés con aliento a queso, para reducir los reyes a cabezas y democratizarlos. Sólo un pueblo que ha cortado todo tipo de quesos sabe cómo cortarle la cabeza a un rey. En los tebeos está contado todo esto, contienen nuestro ADN sintetizado en dos tintas, tres, cuatro. En la Historia de nuestros tebeos, el personaje más admirado va a ser, claro, un capitán. Y le pondrán el nombre del Trueno para que podamos contarlo dentro de la caverna. Los tebeos cuentan, no relatan. Un relato es algo por lo que están dispuestos a pagar en un periódico. El relato es al cuento lo que la actualidad al presente. Sólo hay cuento, sólo hay presente. La actualidad es el presente de la clase media, siempre poniéndole precio a todo. No ha existido periodo histórico en España sin su capitán. Tú y yo, amor mío, que pertenecemos a la generación transida (no es un juego de palabras, es un grito de socorro), tuvimos en Curro Jiménez al Capitán Trueno de nuestros hermanos mayores. Sus tebeos tan serios, tan pasados de moda. Aquellos chavales prefirieron pelearse a reírse (al revés de nosotros, y así nos ha ido). Curro Jiménez con su Estudiante haciendo de Crispín y su Algarrobo de Goliath (Goliath era un gigante que llevaba puesta la camiseta del Capitán Tan: imposible que en los Chiripitifláuticos no hubiese un capitán). Un país de secano que sólo da capitanes: gente solitaria con púas en medio de un aire caliente. Ay, cariño, al próximo que me pida un relato le parto la cara.