Ay, cariño, el Interprox no es para que estemos más juntos, es para sacarse la mierda de los dientes. Desconfía de las palabras, ya todas tienen dueño. No son palabras, son marcas. ¿Te acuerdas de cuando las palabras crecían salvajes en los campos semánticos de al lado del río? La culpa de todo la tuvo el Bachillerato Unificado Polivalente con esas siglas que hacen ladrar. Nosotros (tú y yo, El código del hampa y La ley del silencio, nuestras películas favoritas) queríamos ser gente de palabra. “Me pareces un tipo bastante decente. Me gusta hablar con tipos así. Son raros de encontrar…”, “Pero una chica tiene que vivir de alguna manera”, esas frases la aprendimos en Los peligrosos años veinte. Vivíamos cada día en nuestros peligrosos veinte años queriendo imponerle al mundo un código para el que habíamos llegado demasiado tarde, demasiado nuevos, demasiado alejados del camino de la historia. Tan tarde siempre. Los pobres sólo tenemos pasado. El futuro es un capricho para las clases medias. Nosotros éramos tan viejos como todas aquellas películas que nos gustaban. Uno no es la edad que tiene, no es los años que ha vivido. Una persona es una acumulación de siglos. Tú y yo trabajábamos con cifras milenarias. Con barro antiguo. Sí, amor mío, lo nuevo siempre es para gente con posibles. Los trajes de rayas, los sombreros, los coches con techo alto, la mano siempre cerrada, siempre el índice encogido, el gesto de una pistola. Habíamos nacido con ella, con la pipa, en el instinto. Los peligrosos años veinte, qué película, encanto. Lo suyo no era un título, era nuestra bandera. La chica se llamaba Panamá Smith. Dios mío, todas las mujeres os tendríais que llamar así. Al final, el protagonista muere acribillado en sus brazos, como en La Piedad de Miguel Ángel, y lo último que se dice es: “era un buen tipo” o “era una buena persona”. Luego vi otro doblaje que decía: “fue alguien muy importante”. Da lo mismo porque es lo mismo. Porque eso es lo que queríamos, ¿verdad, dulzura? Ser buenos tipos duros. Gente de palabra, que es lo máximo. Pero, ya viste, tuvimos que conformarnos con ser gente de letras. Carne de bachillerato. Estudiantes conjurados como el despreciable Catilina. Pero nuestra conjura, sí, era el libro, fue la conjura de los necios. (Cuando nos explicaban las revoluciones, los profesores siempre parangonaban la francesa y la rusa; pero la estrategia de los bolcheviques no viene de una asamblea nacional boicoteada, ni de un juramento en el Juego de Pelota; su plan para incendiar Moscú es el que urdió Catilina contra Roma. Es lo de siempre. La bella y la bestia, las dos máscaras del teatro. Bruto/Robespierre y Lenin/Catilina.)
París es una ciudad siniestra, amor mío. A ningún otro monumento como a la torre Eiffel le ha sentado tan bien un trapo nazi. Demasiada sangre yéndose por sus sumideros, demasiadas plazas consagradas a la guillotina. Víctor Hugo lo anunció en gótico flamígero cuando elevó a las gárgolas de Notre-Dame al más deforme de los ciudadanos. “París, vendrán los nazis y tendrán tus ojos.” Eso fue lo que dijo. Ninguna otra ciudad de nuestro pequeño mundo de imanes de nevera tiene ese calado para la sordidez que se advierte en los adoquines de París. Fíjate en las novelas de Léo Malet. Las nieblas, los puentes, las estaciones, las noches, los túneles por los que anda su Néstor Burma, la bruma en su apellido. En esas páginas aún se cuenta en francos viejos. Mayo del sesenta y ocho es el franco nuevo contra el franco viejo, que ya está fuera de circulación y, sin embargo, la gente sigue utilizando su nombre en desprecio de la nueva moneda. Olvídate de la lucha de clases. La vida es una lucha por las palabras. Es una defensa de las palabras a sangre y fuego. Nadie se las va a dejar quitar. ¿Ponemos el poema que cantaba Paco Ibáñez?: me queda la palabra…, si he perdido todo lo que era mío y resultó ser nada…, me queda la palabra. Voz y voto van de la mano como el pan y la libertad. Las palabras es lo único que hemos tenido, encanto. Es todo lo que ha sido nuestro. Lo sabemos desde el principio. Venimos de gente de palabra. Peces gordos que han bailado La raspa en una verbena. Tipos decentes. Pero nos ahogan en eso que llaman neolengua y que es tener la boca llena de mierda. Ay, cariño, ¿sabes qué? Vuelvo a la farmacia para cambiar el Interprox por Oraldine. Y los mandamos a hacer gárgaras.