Muchos días de lluvia seguidos son como muchos discos de Bob Dylan seguidos. Al final se vuelve uno demasiado humano, demasiado de otra raza que no es la nuestra. Ay, cariño, ¿te acuerdas de cuando nos dijeron en el colegio (columpios en el patio) que todo lo nuestro venía de los romanos? Desde la lengua (el idioma, no la de tres sabores) hasta los acueductos y los nombres de los sitios. En España se viene sobre todo de Nerón y de Calígula. No hace falta abrir los periódicos para darse cuenta, con ver cómo los ponen en los quioscos hay suficiente. “Que me odien con tal de que me teman”, ese era el lema de Calígula, y a su amparo conquistamos el Nuevo Mundo, levantamos iglesias en las selvas de Borneo, en Perú, en el Tíbet, en la isla de Pascua, y fundamos partidos políticos y equipos de fútbol. Claro, también al romano se le puede coger por el lado bueno o por el malo (sí, amor, la quiche es la gran metáfora de nuestras vidas). Por ejemplo, con Franco Battiato resulta que lo que nos une a él es el nombre y no el apellido.
La gente se cree que los romanos eran como los pitufos, que vivían todos juntos y apretados, vestidos de blanco, comiendo uvas y madroños, hablando como nosotros pero en largo, en un lugar idílico que escrito al revés dice: amor. A los romanos, ay, encanto, yo los conocí en el Vietnam de gorra capada que hemos pasado tantas generaciones hasta que lo abolió Aznar (un Nerón en el cuerpo de la Tía Tula). Aquello, los romanos que te digo, era el residuo de los antiguos mercados humanos en el puerto de Ostia. Nos desnudaban igual que a sus esclavos para ver cómo estábamos y para qué valíamos. Olvídate de los godos, apenas han dejado una hebilla enterrada bajo las piedras de Toledo. Eran pocos y llegaban cansados de tan lejos. Los godos nunca echaron a los romanos, venían aquí únicamente a comer y a la playa (siguen viniendo sólo para eso). La historia no es lo que pasa sino lo que está. Ni siquiera se repite (el que se repetía era Borges). Es la misma todo el rato. La historia es una balsa podrida por los siglos donde nunca se ha cambiado el agua. Siguen viniendo con sus tripas por delante y sus canillas al aire, visigodos (que eran los godos del oeste) y ostrogodos (godos del este), aunque ahora tienen Alemania otra vez unida.
Cuentan que Nerón quemó Roma (el incendio duró seis días y siete noches) para vacilarle a un pariente que exclamó en una cena: “¡muerto yo, que se confunda la tierra con el fuego!”, a lo que el emperador contestó: “¡conmigo pasará en vida!”. De esa chulería venimos, cariño. Durante dos mil años, ese carácter se ha conservado in vitro (es decir dentro de los vasos) en las cantinas de los cuarteles por si se acababan fuera las existencias. Seguimos gobernados por Nerones y Calígulas. Fíjate en Aznar. En él conviven los dos: Calígula y Nerón. En este presidente que dio el gobierno a su hijo inútil para asegurarse de que nunca otro de los suyos pudiera hacerle sombra. Él, que había casado a su hija en el Escorial acompañado de Berlusconi, el más cínico de los emperadores del momento. Al principio, Aznar lo toma todo de Nerón. Eso es: su tendencia al parricidio, a ingresar a Fraga, el fundador, en el asilo gallego; su proclividad al veneno (como en El nombre de la rosa, impregnado en los papeles); su pasión por el incendio llegó hasta los desiertos; su afán loco por la ostentación faraónica; su convertir España en un teatro romano y pretender que todo el mundo escuchase con deleite su canto, del mismo modo en que Nerón hacía en su época. Al igual que Nerón, Aznar es un hombre que vive aterrorizado. Tiene miedo de los presagios, de los sueños. Una sombra en forma de bomba bajo el coche le había dicho que ser emperador se paga con la muerte. Y por eso, por el pánico a los augurios (sí, el temor en estado puro de Lovecraft), Aznar sucumbe ante la enfermedad mental. Ya para siempre enloquecido, es como Aznar pasa de ser Nerón a convertirse en Calígula. Los dos son el mismo loco, pero a Aznar le falta grandeza: como no tiene caballo, hará cónsul a un burro. Se parecen. El miedo profundo y la osadía delirante conviven por igual en ambos. Estos dos monstruos comparten manifestaciones psicosomáticas. Cuando Calígula se enfadaba, se le alteraba la pronunciación, incluso la voz, del mismo modo que tanto le pasa a este vaquero con bigote aunque se afeite. Sin embargo Aznar es demasiado vulgar en su enajenación. Su imperio es la corrala. Como en un chiste, se cree que es Napoleón y por eso quiere ver cómo reina en Madrid otro Botella. “Que me odien con tal de que me teman”, le es fiel al lema. Ay, cariño, nos salvamos por Astérix. Comiendo en sus bocadillos, aprendimos que estaban locos estos romanos, que los bloques eran nuestra aldea, que tú y yo, amor mío, sabíamos el secreto de la poción mágica.