Ay, cariño, ¿y ahora qué? El desierto otra vez. La soledumbre. El ir despoblándose este mundo que nos construimos tú y yo con recortes de periódicos, con fotos arrancadas de revistas, con cintas grabadas de la radio. La arena de los desiertos, que es la que va sobrando inútil de la arena de los relojes. El simún del desierto que calienta con su fuego seco los huesos de nuestros esqueletos enterrados vivos. Un cambio climático que hace agujeros en todas las capas de nuestras biografías. Ha muerto Fernando Poblet, voz de radio. La desertización avanza implacable. Vamos a convertirnos en dunas que se arrastran a los pies de recuerdos, de esfinges. En otoño se fue Agustín García Calvo con sus patillas anchas y sus camisas anudadas a la cintura. De Haro Tecglen, su jersey de cuello alto, ya ni te digo el tiempo que ha pasado. Amor mío, nos conjuramos para aprenderlo todo de ellos, y mira, se van y no hemos aprendido nada. Menudos dos zanganillos del amor estamos hechos. ¡Qué estafa! Nosotros, que vinimos al mundo tan sólo para verles, para leerles. Lo nuevo sólo ocurre una vez en la vida. Qué nos importa a ti y a mí lo nuevo de ahora. Lo nuevo es lo primero. De Fernando Poblet todos sabíamos que era escritor, que lo que hacía en la radio era leer su literatura tecleada en un folio. Escritor nocturno, de flexo de mesa caliente por la que van pasando periodistas todo el día y toda la noche sin parar; de fluorescente de redacción al fondo de un pasillo en ese edificio absurdo, abandonado en medio de los trasmontes, que era la Casa de la Radio. De Fernando Poblet nos fascinaba que escribía desde el exilio. Vivía en los programas del Ferreras como ahora el Assange vive en una embajada de Ecuador. Las literaturas nacionales, encanto, son una mierda. Un escritor pertenece sólo al exilio, al desarraigo. Nada ni nadie es suficiente para calmar la sed de soledad de quien cree nada más que en los libros. La soledad es la más elevada forma de justicia. La libertad es otra cosa. La libertad es el fantasma de los desiertos. Que se lo pregunten a los nómadas o al Principito. Fernando Poblet vivió tan exiliado que en vez de libros hacía folios. Pero la literatura es sencillamente eso. Escribir. Escribir. Escribir contra uno mismo. Violentarse, ponerse contra la pared hasta llenar la hoja. Lo otro es una mierda. Lo demás es poder, jerarquía, valores, criterios tornadizos, pavoneo. A Fernando Poblet la escritura se le convertía en voz por la radio. La voz distante de un descreído. Su cara curtida por la luz afilada de las noches; mirada hundida de minero en medio de facciones ampulosas de monarca francés; americana y corbata arrastradas de un existencialismo juvenil. Pero no hay nadie más creyente que el descreído, cielo, y por eso su voz también sonaba resquebrajada. La suya era la fe en las palabras, en lo que dicen las palabras. Sus escritos están llenos de juegos chispeantes, de retruécanos, de diabluras. Las palabras en sus folios están vivas y él las persigue como a ardillas que se van comiendo las hojas. Porque Poblet escribe únicamente para las palabras. No se puede mostrar mayor lealtad. La soledad de Fernando Poblet, que acabó en el mundo exterior de Radio Exterior, y al final de su vida se fue a una isla. Buscó por las noches a la bella desconocida, una mujer frágil, insegura, de las que se ahogan en un vaso de whisky. Él también era frágil (su propensión a comprender, esa benevolencia con que se vence a la amargura); pero la suya era una generación que había dejado la fragilidad para los jarrones en las mudanzas. Esos tíos venían de un mundo de cristales rotos, de gente hecha añicos. Fue hombre de escribir a máquina, es decir, de Tiempos Modernos, que son los tiempos maquinales (lo cuenta Charlot en su película). Una vez, su abuela le anunció que él sería Baudelaire, y así, ya de niño, comprendió que le estaban augurando que iba a ser un maldito. Y así ocurrió. Todo lo que escribió oscila entre el pozo y el péndulo sidéreo, que es el que da la hora exacta en el reloj magistral. Ay, dulzura, ha muerto Fernando Poblet. La bruma seca del desierto me ha llenado los ojos de polvo, no te vayas a creer que es que me he puesto a llorar.