Mi padre es un hombre serio, de esos que se visten por los pies, trabajador, cumplidor, de los que descansan cuando pagan sus deudas. Lleva incluso una pequeña contabilidad familiar; si compra un yogur, lo apunta, y junto a la fecha anota el importe y la marca. Un señor muy serio hasta que le llegó la hora de morir.
El pasado 22 de diciembre, el día de la lotería, se cayó y se fracturó el cráneo. Después del coma inicial, que le situó entre la vida y la muerte (más tirando hacia muerte), llegaron las crisis, los avisos del hospital. Eran del tipo vengan rápido la situación se ha complicado.
Es imposible olvidar esa primera llamada, ese descolgar el teléfono a las cuatro de la mañana y salir corriendo. Por la tarde lo he dejado bien, me decía mientras me vestía a toda prisa, ha cenado mucho, incluso se ha comido el donut que le he llevado a escondidas. Te vas tranquilo a casa y en mitad de la noche te dicen que se muere. Pero no, se recupera. Y así doce veces. Cuando te han llamado tantas veces ya no es lo mismo, claro. Te encuentras con una vecina en el ascensor que pregunta por tu padre y le dices que justo en ese momento se está muriendo, que vas para el hospital. La vecina te mira fatal, preguntándose por qué has tomado el ascensor en lugar de bajar las escaleras a toda prisa. ¡Pero es que eso ya lo he hecho once veces! Según mi experiencia, la gente es muy amable cuando se ha producido una perdida pero no tanto durante una agonía pronunciada. Las conversaciones se vuelven incómodas:
—¿Cómo está tu padre? — me pregunta algún conocido. ¿Y qué respondo? ¿Qué puedo responder sin parecer un hipócrita?
—Mi padre está mal, muy mal. Se está muriendo.
Vaya cara se les queda, no pueden disimular. Hacen que me sienta mal. O sea, mi padre se está muriendo, consumiendo sus últimos días en un triste hospital y ese tipo hace que me sienta fatal. Casi tengo que excusarme: “Eh, lo siento. Es él no yo… se está muriendo, sí. Estás cosas llevan su tiempo, ¿sabes?”. Y luego, ¿cómo sigues la conversación? ¿Hablas del tiempo? Esos días hasta mi padre se disculpa con nosotros. No puede hablar, por lo que levanta los hombros como diciendo: “Siento decepcionaros, toda la vida he sido un hombre de orden, pero ya veis…, no hay manera”.
Con el tiempo y un par de operaciones de por medio consigue recuperar el habla y empiezan las despedidas. No son como en las películas, aviso. En el cine, cuando alguien se despide no está haciendo nada, vemos a dos personas que hablan entre música y emociones. En la realidad siempre hay algo que hacer. En el caso de mi padre las despedidas coinciden con la cena. Entre cucharada y cucharada de menú triturado me cuenta que ha sido muy feliz en su vida con su mujer, sus hijos (con los que no paraba de discutir) y sus nietos (a los que adora). Son despedidas en toda regla, con todo el melodrama que requiere la ocasión, pero yo en lugar de tomarle la mano y ponerme a llorar entre música de pianola, tengo que seguir dándole la cena, animándole a que se acabe el plato y prometiéndole que se pondrá mejor. Mientras, las enfermeras no paran de entrar en la habitación y el señor de al lado sube el volumen de la radio: la liga ha acabado, el Barça ha fichado a Neymar.