En agosto es cuando mejor se trabaja: Barcelona se queda vacía, no hay tráfico y en la oficina somos cuatro gatos, sin llamadas ni jefes. Si por mí fuese jamás cogería vacaciones en agosto, pero con los niños ya se sabe. Pese a todo, siempre encuentro la manera de quedarme una semana en la ciudad, sin la familia, y aunque vaya unas horas al trabajo, esos días se convierten en mis auténticas vacaciones. En casa, leyendo tranquilo, poniéndome al día con las series de televisión, viendo porno (con el ordenador bajando porno las veinticuatro horas del día). Sin lavadoras, ni baños para los niños, sin compras. La casa para mí solo, comida basura, una semana al año. Y ese martes, el segundo día de mis vacaciones de verdad, ocurrió. De camino a la oficina conducía por las calles vacías del centro (algo impensable en cualquier otra época del año) y cuando bajando por la calle Balmes choqué contra algo. De repente, el parabrisas estaba lleno de sangre y vísceras. Frené bruscamente. Mientras saltaba el ABS, con la cabeza a mil por hora, trataba de averiguar contra qué podía haber chocado. Conducía concentrado, no había desviado ni un segundo la vista de la calzada, ¡ni siquiera llevaba la radio puesta! Pensé en un perro, o tal vez un niño, ¡un niño pequeño que se había escabullido entre dos coches! Pero la calle estaba desierta. Puse los intermitentes, bajé y unos metros atrás lo vi. Se trataba de un pez. No sé de qué tipo, no entiendo de esas cosas, pero era enorme, estaba reventado y le faltaba un ojo.
Desde arriba, centenares de ventanas me observaban en silencio. Ninguna daba muestras de actividad. Pasé un rato mirando, seguía sin oírse nada. Me sorprendí mirando al cielo, no había nubes, ¿de verdad creía que había podido llover un pez? Un coche que pasó por al lado me sacó del estado de confusión en el que me encontraba, no imagino qué pensaría al verme allí parado, en mitad de la calle, con un pescado en la mano. Como no había ningún contenedor cerca lo tiré junto a un árbol. En unas horas olería a demonios, igual que el cristal de mi coche. Limpié lo que pude y me dirigí a un túnel de lavado. Mientras buscaba uno que no estuviese cerrado por vacaciones no dejaba de darle vueltas a lo sucedido. Alguien había tirado un pescado por la ventana con tal acierto que había impactado contra mi coche en el preciso instante en el que pasaba por una calle vacía, ¿qué probabilidad hay de que suceda algo así? Más tarde lo busqué en Internet, el concepto se llama probabilidad geométrica, pero me hice un lío con los números. Por otro lado, ¿a quién se le ocurre tirar un pescado por la ventana? Se me ocurrió que podría tratarse de una discusión conyugal. Igual en mitad de la bronca se lanzaron el pescado y salió por la ventana, luego, al oír el frenazo, guardaron silencio para no delatarse. A lo mejor se peleaban por lo que iban a comer ese día; pero, ¿quién cocina a esas horas de la mañana? Nunca sabré lo que pasó. Después del túnel de lavado el aspecto del parabrisas mejoró, pero tuve que pasarle la manguera a presión cuatro veces para sacar los últimos restos. Aún así, hoy en día todavía se conservan grabadas en el vidrio pequeñas marcas de las vísceras de aquel pescado. Cuando las veo me recuerdan lo rara que es la vida y doy gracias a que el pescado fuese fresco y no congelado. El impacto de un objeto de ese tamaño, congelado como una piedra, habría sido mucho peor. A veces todavía me sorprendo recordando aquello, pensando que ni siquiera terminé aquella semana de vacaciones, las vacaciones de verdad. Para mi asombro, el jueves ya estaba con mi familia, inmerso en la rutina. Otra vez.