El verano es la estación de los murciélagos, amor mío. Todas las tardes, cuando el sol se hunde en la ignominia de haber vivido un día más en vano, quemándose en lo más alto como un Elvis que retorna a diario de Las Vegas, salen los murciélagos de su emboscada de cuevas, de casas viejas (igual que anarquistas legendarios). Aquí vienen de las ruinas de una central eléctrica que están desmontando a orillas de la playa. Son murciélagos de clase obrera. Ay, cariño, las bandadas de murciélagos como partidas de salteadores, los cuarenta ladrones. El cuarenta es el más desdichado de los números, dura lo que una dictadura sanguinaria en España o lo que una vida por reconstruir en la barra de una discoteca. Demasiada música sienta peor que demasiada priva. Tú y yo, encanto, nos parecemos a los murciélagos en que fumamos tragándonos el humo y en que corremos fascinados detrás de cualquier luz. Esos animales son nuestro pasado, tienen esqueleto de dinosaurio. Venimos de ellos y por eso le ponen al diablo alas de murciélago. Bebedores de sangre, aún conservamos en la infancia el recuerdo del rito y nos arrancamos las costras y saboreamos nuestras heridas. Ahora que Superman ha vuelto para recordarnos que sigue siendo el patriota autista de siempre, regresemos al escondite de nuestras noches. La noche no tiene patria. Los veranos tampoco. El alfabeto, los signos, el teclado, como un montón de murciélagos revoloteando en la luz mate de esta pantalla. Se van. Han dicho que escribir en verano es demasiado triste, va contra natura. Se van con la ambición de siempre, de esta vez no volver, de quedarse convertidos en noche. Qué bello es ver vivir. Nos vemos a la vuelta de la curva, dulzura.