Éramos muy felices bajos las bombas. Hannah me contaba la historia de su familia, gente del condado de Cuyahoga que llegó poco antes o poco después de la guerra, y yo me pegaba a su espalda y la abrazaba por la cintura. Nada nos daba miedo en ese momento, mientras las fuerzas aéreas leales a la Tierra nos bombardeaban para aplastarnos como cucarachas, para desmenuzarnos como las galletas que nos mandaban al principio. Los misiles parecían gusanos de luz alumbrando nuestro cielo de Marte. Hannah se había traído una maleta llena de ropa de invierno, y muchas veces nos reíamos juntos de la ocurrencia. Aquí, que nunca es invierno. Fue el sargento Nelson, el de la estación de radio, quien nos telefoneó desde su puesto de observación de la compañía de transmisiones en el batallón mixto. “¿Allan Zimmerman?”, preguntó, “¿estoy hablando con el señor Allan Zimmerman?”. “Yo mismo”, le dije y miré por la ventana. Afuera la tierra era negra y en el cielo se dibujaban líneas blancas. Luego callé y pensé que no había manera de reparar la hoja de esa ventana. Se había quedado atascada en las guías del marco, cerrada en dirección contraria. “Tengo que darle una mala noticia. Su hijo Bob ha caído.” Apreté los ojos, pero aún así seguí viéndolo todo negro con destellos blancos. “Nosotros no tenemos hijos”, fue lo que le contesté. Siempre habíamos dicho que cuando tuviéramos un hijo le pondríamos Bob, para que se llamase como Bob Dylan; pero aún no teníamos hijos. E insistí. “Señor, nosotros somos muy jóvenes como para tener hijos todavía.” El sargento se excusó y cortó la comunicación. Hannah se dio media vuelta. Me besó en la boca y se quedó un rato con mi labio sujeto entre sus dientes. A un lado del espejo teníamos una foto de ella en la nieve y al otro lado una foto de ella en la playa. Nos gustaba mucho fotografiarnos en decorados que imitaban sitios típicos de la Tierra. “Allan, cariño”, me dijo, “algún día tendríamos que arreglar esa ventana”, y yo le respondí que sí. “Sí, querida, en cuanto se acaben estos malditos bombardeos buscaremos un carpintero.” Luego nos cogimos de la mano y contemplamos los misiles como gusanos de seda retorciéndose de dolor, a lo lejos. Y entonces ella me dijo: “Vivimos en un mundo nuevo”.