Espera, espera, que te hago otra foto, me dices a voces, Rex Gunner, con una rodilla hincada en el suelo y tus pantalones nuevos de rayas ensuciándose de este polvo rojo de Marte que se mete a todas horas en la nariz, en la boca. Pero, Rex, déjalo ya, para ya de disparar la cámara como un loco. Ver el mundo por la mirilla, eso es todo lo que os enseñan en el ejército. Marte como un punto rojo en el cielo. ¿En qué pensabas, Rex, cuando me cogías la mano y me decías que nos íbamos a ir tan lejos? Yo quería marcharme a un sitio donde no pudiese suceder lo que le ocurrió a Jackie Brucka, que le donó un riñón a su jefa, en la cafetería Big Damasco, y dos años después la jefa la despidió. Qué brillantes os gusta a los militares llevar los zapatos, por ahí os sale vuestro lado femenino. ¿Por qué le decís tocar el violín a disparar el lanzallamas? ¿Por qué a los hombres nunca os gusta llamar a las cosas por su nombre? Bueno, Rex, ya vale, si no dejas de hacerme fotos desaparezco de tus visiones. Y entonces sólo vas a soñar con columnas de gente que marchan a miles por las ciudades en busca de trabajo, como se fue papá. Rex, hijo, recuerda esto siempre, tu padre no murió en las guerras de la Tierra, desapareció entre las marchas de hambrientos. Vamos, deja de soñar con soldados, Rex, no me gusta compartir tus sueños con esa gente. Vengo a tus sueños de Marte para cuidarte en la medida de lo que puedo, para verte crecer mientras duermes abrazado a la pecera de tu tortuguita. En la Tierra no hay nada que hacer, ya no quedamos nadie, Rex, cariño.