―Todo el mundo quiere fotografiarse al pie de la estatua de la Libertad. Hacer una aquí fue la mejor idea que pudo tener el alcalde.
Burma le habló a Nick sin quitarse de la boca el cepillo de dientes y como estaba de espaldas a él no se había dado cuenta de que su marido hacía ya rato que dormía con el revólver todavía en la mano.
―Ahora cada ciudad de este maldito planeta rojo quiere tener su propia estatua de la Libertad, como si allí abajo alguna vez hubiéramos tenido una en cada pueblo.
Nick murmuró entre sueños:
―Creo que en Francia hay otra como la de Nueva York.
―¿Allí abajo dices?
Pero Nick ya no contestó.
―Nick, ¿sabes de quién me he acordado? ¡De Chanda Anderson! La que tenía una fábrica de hielo en el puerto. A su padre le faltaban los brazos, ¿te acuerdas?, y cogía los bloques de hielo con ganchos. Oh, Nick, ¡te has quedado dormido con tu maldita pistola en la mano!
Los motores de un avión de reconocimiento retumbaron sobre la casa de los Lear. A Burma le dio miedo porque también se acordó de cuando el mayor Quimby dio el golpe allí abajo e instauró la primera dictadura militar de los Estados Unidos de América. Gracias a Dios, lo que había en Marte era una democracia. En guerra, pero una democracia. Hecha por refugiados y aventureros, es decir, una verdadera democracia americana. Por eso habían puesto a la puerta de su casa la bandera, igual que en el resto de los hogares. Una bandera espacial sólo con estrellas, como las de aquel cielo negro que tenía dos lunas. Únicamente estrellas en la bandera, las barras representaban la cárcel, la falta de libertad. Al sonido de aquel avión le siguió el silbido del viento seco y eléctrico de todas las noches de Marte.
Burma le quitó la pistola a Nick, y también las gafas, y le miró el bigotito tan a la antigua, tan a la terrícola, que se había dejado nada más llegar a Marte, y le habló rozándole la oreja con los labios mojados del agua dura, arenosa, de aquel planeta.
―Venga, yo también voy a dormir ―y apagó la luz con el mando a distancia que también bajaba las persianas y graduaba el gas somnífero. Apretó los ojos y aún le dio tiempo a pensar que tenía una vida cotidiana. Entonces se confundió en su cabeza, mezclado con las voces de las primeras alucinaciones del sueño, el rugir de las motos nocturnas que recorrían aquella parte de Birdin’ Hand, en el laberinto de colinas de Cydonia Mensae.
Y fue, justo cuando Burma se hundió del todo en el mundo de los sueños, el momento en que a Nick se le abrieron los ojos de par en par. Ya ni siquiera el gas somnífero podía con su insomnio.
―Burma, cariño, ¿ya te has dormido? ―le preguntó a su mujer lo suficientemente flojito como para no despertarla y lo suficientemente alto como para intentar despertarla de una manera no culpable. Esperó unos minutos. Sólo se escuchaba en la habitación el ruido de aquellas motos que volvían al cuartel. Después la besó en la mejilla y se giró sobre la cama acurrucado de espaldas a ella.
Nick apenas había pegado ojo en los tres años que llevaban en Marte. La mayoría de la gente se acostumbraba enseguida, pero a él le parecía todo tan falso… En busca del sueño metió la cabeza debajo de la almohada y se concentró por si le llegaban algunas ondas telepáticas perdidas. Captó una señal débil, en blanco y negro. Eran un hombre joven y un niño de unos tres años. El hombre sujetaba al chaval y tenía un brazo en alto. Se le había puesto un periquito en el extremo del índice. El hombre se lo enseñaba al niño y el chico lo miraba asustado. No reconoció a ninguna de aquellas dos figuras ni tampoco la casa donde se encontraban. ¿Se podía tener telepatía de desconocidos? Todo era tan especial en Marte. Y todo de una manera tan inasumiblemente cotidiana. Fue pensando en eso como Nick se quedó dormido al final.
Entonces a Burma se le abrieron los ojos como platos. Tampoco ella dormía demasiado bien desde que llegaron.
―Nick, ¿cariño?, ¿sigues durmiendo?