Lo que más le gustaba a Atticcus Hoffman, natural de Brooklyn, era llevar los zapatos sin calcetines y los pantalones sin cinturón y ponerse por las noches a la puerta de su casa para contemplar las dos lunas. “¿A quién darle las gracias por todo esto?”, se preguntaba. Pero como vivía solo y no tenía curiosidades metafísicas, se resignaba cada vez que se ponía triste y al final acababa conformándose. Con “todo esto” se refería a haber dejado de una puñetera vez la Tierra, donde a este paso no iba a quedar un solo habitante vivo. Probablemente, Phobos, que era la mayor de las lunas de Marte, y la más cercana, acabara estrellándose contra el planeta rojo. Pero según los cálculos científicos eso no ocurriría hasta dentro de treinta o cuarenta millones de años. A Atticus Hoffman le encantaba soñar con que algún día, ellos, los pobladores del planeta, viajarían a la luna igual que lo hicieron en 1969 los pobladores de la Tierra. Cada cual la suya.
Un día, su abogado Max Fibonacci, que se había criado en un suburbio de Long Island, fue a visitarle con su traje negro de siempre, su sombrero marrón con cinta negra de todos los días, la corbata naranja de la gente de su oficio y una flor blanca en la solapa como si fuera un domingo. El abogado Fibonacci también era de los que habían llegado a Marte sin más compañía que las de sus bolsas transparentes de envasado al vacío, donde todo viajante debía guardar sus pertenencias. Y además, sin conocer a nadie allí. A éstos que venían tan por su cuenta, la mayoría eran hombres, la gente les llamaba “los misántropos”; sin embargo no solían ser tipos esquivos, ni huraños, ni antipáticos sino al contrario, más bien se trataba de personas afables, dispuestas a cualquier gesto de generosidad, por extremado que fuese, con tal de hacer amigos. Aun así, al resto de los pobladores no les gustaba demasiado su compañía; por lo menos esto es lo que ocurría allí, en Lycus Sulci, la parte más geológicamente joven de Marte. De modo que los solitarios se veían obligados a frecuentarse entre ellos para serlo en compañía.
El motivo de la visita que aquella tarde de jueves le había hecho su abogado a Atticus Hoffman obedecía a una confesión entre amigos. Y porque la noticia era buena, se había puesto aquella flor de la Tierra en el ojal. “Mi, mi, mira, Atticus”, le dijo su abogado que ni siquiera con el viaje había conseguido superar su tartamudeo nervioso: “He he empezado a sa salir con una chi chica. No, no, no la co conoces, pe pero esto lo arre lo arreglaremos muy pronto. Tam también es mi cli clienta. Le llevé el divorcio ha hace unos me meses. Durante los tra tra trámites nos enamoramos. Se llama Gina Bradburn, y es de Fra Franklin, Indiana”. Le explicó también que era rubia y rellenita, algo mayor que ellos. Pelo largo y muy estropeado por el aire seco del planeta, igual que la mayoría de la gente que se dejaba el cabello más largo de lo recomendable. Le contó que todo el rato tenía un cigarrillo encendido entre los dedos aunque pocas veces se lo llevaba a los labios. “Echa humo pero no fuma”, con estas palabras Fibonacci dio por zanjado ese asunto. También le dijo a su amigo que en todo este tiempo no la había visto vestida de otra manera más que con una minifalda blanca, una cazadora vaquera blanca y un jersey fino negro y unas botas altas negras. El caso de Gina Bradburn era muy habitual en Marte. Muchas parejas no soportaban un viaje tan largo, con el agravante de que la Tierra no deja de verse en todo el tiempo, desde que se sale hasta que se llega. Todo el viaje la esfera del planeta azul va persiguiendo a la nave como el recuerdo de una culpa. Atticus y Max se sentaron en las escaleras del porche, y permanecieron en silencio mucho rato, con los brazos apoyados en las rodillas, mirando los dos juntos a lo lejos. Parecía que intentaba cada amigo adivinar lo que estaría pensando el otro, y que ninguno de los dos iba a cometer la deslealtad de preguntarlo. De repente Atticus Hoffman cogió una piedra del suelo, se puso en pie y la lanzó con toda su fuerza, y le dijo a su abogado: “¿Ves hasta dónde ha llegado la piedra, Fibonacci? Pues hasta allí llega mi amor. Uno no puede querer más de lo que es”. Entonces su amigo se levantó y se marchó en silencio, con las manos en los bolsillos de la americana. Cuando llegó adonde había caído la piedra, la recogió, se la guardó y siguió andando. Cerró los ojos para hacerle telepatía a Gina y decirle que pasaba a recogerla en media hora para tomar un café en Hancock’s y que le llevaba un regalo que les había hecho su mejor amigo, Atticus, una piedra capaz de llegar hasta donde llega el amor de cualquier hombre.