El comedor de un hotel donde tanta gente lleva camisetas de equipos de fútbol no puede ser un lugar distinguido, como mucho es un sitio donde un sociólogo tiene la oportunidad de darlo todo. En la mesa de al lado, una madre a su hijo adolescente: “Contigo hemos fracasado”. El chico, un gordo de mejillas rosadas, suda, ha llenado su plato de comida que ahora no puede acabar, sus padres están molestos, como si hubiese cometido un crimen atroz que avergüenza a toda la familia. “Contigo hemos fracasado.” Es la última frase de la bronca, ¿qué más se puede añadir?
Por la tarde visitamos una piscifactoría, los niños pueden pescar truchas a tres euros la pieza. Cuando tiran la caña la piscina entra en ebullición, las truchas son pirañas, en un segundo el pez está en el anzuelo. Puedes quedártelo o devolverlo a la piscina. Si te lo quedas, la encargada coge el pescado y de un certero movimiento le rompe el espinazo. Crack. Luego lo mete en una bolsa de plástico y se lo da a los niños que asisten al espectáculo sin inmutarse. Cerca de la piscifactoría hay una antigua central eléctrica en desuso que se puede visitar. Se trata de un túnel excavado en la roca que aprovechaba los saltos de agua para generar electricidad. Los niños no quieren entrar, el túnel les da miedo. Volvemos al hotel, mi hijo todavía con la bolsa en la mano, le propongo entregar el pescado al cocinero para que nos lo prepare de cena, pero lo tiro a la basura en cuanto me quedo solo. De vuelta al comedor hay colas de rape para cenar, mi hijo cree que se trata de su pez. “Está buenísimo, papa. El mejor que he comido.” Por la noche, vomito en la habitación, me he dejado llevar por la euforia de estos sitios, aún lo estoy pagando.