Hay un dato que no es científico pero que algo tiene que significar: sólo un porcentaje mínimo de los dibujantes que conozco sabe conducir, y nunca son los mejores. Los grandes dibujantes no conducen porque el ejercicio de su profesión los tiene embocados a una ensoñación corriente que tal vez los iba a estampar, porque saben de una fuga mejor que la velocidad, conocen ese atajo comparable sólo al canto y por ello suelen gastar mujeres conductoras o prefieren desplazarse en un tren, se dejan llevar. Porque un dibujante no puede responsabilizarse de sí mismo como no puede hacerlo un poeta. Dibujar, como escribir, es ir siendo e ir haciendo pero es más un ir estando, y se está mejor más tranquilo que llevando un coche por la nacional tres, que se te puede cruzar un conejo. Un dibujante puede ponerse al volante si es para jugarse la cabeza con el diablo, pero nunca para ir a ninguna parte.
Dibujar no aporta gran cosa pero no cuesta nada, escribió Topor en un cuento, y yo creo que si hay quien no dibuja es porque se lo han quitado o le han comprado una moto. Dibujar es lo que primero y de verdad hace el hombre antes de extraviarse en la jurisdicción que le tienen preparada los otros hombres, que son todos unos necios y unos viles miserables como vamos a ser nosotros si no nos desayunamos fuerte. A dibujar no se puede aprender como no se aprende a escribir, porque ya se sabe, y a la hora de dibujar, como a la de escribir, está lo que se siente y está lo que se formula, que acaba siendo por fuerza una aproximación, un fiasco si no se acude a la poesía, y esto es algo que también ocurre en el cine y en todas las estaciones.
De cara al futuro, el joven dibujante debe tener presente que los sentidos y la percepción son más fuertes que las palabras, aunque a veces no se manifiestan hasta que se los nombra. Tienen un pacto con la lengua, estos elementos, y para vencerlos hay que saber que el mejor dibujo no es siempre el más fácil pero sí el más sencillo. Yo esto se lo explicaría a más de un lumbreras, le explicaría que la academia te puede enseñar a pensar el dibujo, a manejar herramientas (te enseñan las manos, en la academia) y a someterte a unas disciplinas de nadador, que es una actividad parecida a la del dibujo, pero la academia sólo cobra sentido cuando se la niega y esto ha de hacerse antes de que nos atrofie las intuiciones y nos embargue la mirada. A la academia está bien tirársela si no hay nada mejor cerca, por afinidad y hacer amigos, pero si nos preña hay que meterse una percha oxidada o nos va a complicar el porvenir y nos va a impedir el gozo y hasta la vanguardia.
En la academia o en el hogar, primero se dibuja un algo y la segunda vez ya no se puede dibujar por vez primera, pero sí hay que dibujarlo como si se estuviera comprendiendo por primera vez. Este mecanismo mental es necesario porque dibujar sabiendo lo que se dibuja es como tararear siempre la misma canción. En el dibujo, como en el amor y también como en la escritura, conviene desechar preexistentes y saber que el estilo es todo y es trino, y hay que dar con un estilo tan entonado que nos subyugue el discurso, sonsacarle el estilo a las propias carencias y lograr una cohesión entre las necesidades de uno (las necesidades, un artista, debe hacérselas siempre encima) y la pericia precaria o fenomenal. Y a partir de ahí ser dibujante o dibujaor, preciso o más bien flamenco, y honrar con un lápiz graso (la tableta gráfica os la metéis por el culo y le hallaréis entonces la sensualidad) la edad primera y única del hombre.