Me comparte la odontóloga que todo lo que es español le parece cutre, y le reconozco en el adjetivo un vicio muy común entre personas de carácter precisamente españolísimo, distraídas por las tropas imperialistas y otra serie de ínfulas pequeñajas.
Tiene veinticinco años y es guapa pero como lo son todas las chicas de su edad, por tenerla y no mucho más, y en respuesta a mi creencia humilde de paciente de que, tal vez, no estoy seguro, deberíamos atribuir más valor a tres líneas en castellano bien dispuesto que a un pensamiento de hondura en inglés, me pone un babero y procede a retirarme el cálculo dental y, ya que me ha visto entrar con un libro, a compartirme sus preferencias una detrás de otra: Juego de tronos, El caso de Charles Dexter Ward y un cuento de William Hope Hodgson, y se detiene en algo que está leyendo ahora de Stephen King, de unos chavales que caminan y caminan y no pueden detenerse bajo ningún concepto, ni siquiera para mear, aunque no se atreve a decir que la largueza de esta metáfora que le ofrece el rey le esté convenciendo del todo ya que ella está más predispuesta a cosas antiguas y breves, porque a estos bailes nuevos de la fantasía no les ve el chiste y prefiere La madre de los monstruos, de Maupassant, que seguro que fue real, seguro que ocurrió, reitera, y me explica al dedillo ese relato que siempre me gusta escuchar hasta que levanto el índice y me pide que junte los labios para extraerme el irrigador y atender mi intervención un poco fluorada: De Stephen King, si le descontamos la obra (que en más de una ocasión ha llegado a ser excelente), nos queda sobre todo un hombre del que nos gustaría ser amigos.
Pero esta aspiración mía no le ha interesado en absoluto y vuelve a su labor de diluirme la placa y todo el tema de la nicotina y los cafés de mantenimiento y se lamenta fingidamente de que esto no puede hablarlo con sus amigas, que no encuentra a nadie, que cada uno es como es, y prosigue, tras la mascarilla sanitaria y una mención a su novio martirizado, con la enumeración gratuita de sus gustos musicales, de la ópera (Carmen) a Kiss pasando por AC/DC y algo de Blur y otro poco de Oasis, aunque los Beatles le son un pastel, y yo asiento con la garganta tal que un subnormal cuando se apresura en descalificar los ritmos latinos, porque la información ya me la había delatado su figura magra bajo la bata blanca translúcida (también lo es su piel) cuando caminaba detrás de ella hacia el quirófano, pensando que a la mujer se le cede el paso salvo en el ascensor y en el restaurante, donde entramos primero para, en uno asumir la tragedia eventual y en el otro dejar clara la propiedad transitoria.
En el momento en que me toca lo gingival, respondo posando mi mano abierta en su seno pequeño de veinticinco años en el mundo, un pechito mal cortejado y de poco interés, y con la boca llena de sangre y dificultad, así tumbado como un estructuralista, le balbuceo que está todo en la lengua, que aunque el mundo insista no debe creerse nunca que está en el discurso porque está todo en la lengua, y que entenderemos más de los hombres observando con detenimiento una pistola, su pulido y su martelado, o estudiando el mecanismo sublime de un botijo pleno de sed, que escuchándolos a ellos explicarse.
Y mirándome a cara descubierta, la odontóloga campeonista de la juventud me ofrece un colutorio, me escribe un dentífrico en polvo para combatir la huella del tabaco y me hace saber que, de ir todo bien a partir de esta mañana de cielo tan alto, volveremos a vernos el año que viene.