He gastado más de la mitad de la vida, ya todos los héroes me preceden, y esto que digo es una penosa colisión entre lenguaje y tiempo porque indica que están atrás, que en el frente no resta nadie y en adelante difícilmente lo habrá, pero me parece óptimo porque así puede hacer uno tranquilo su marcha atlética.
La muerte de Berlanga no me entristeció demasiado por mucho que me enfureciera, aunque sé que él no quería morir y no quería a toda costa. Pudo más el berrinche y a toro pasado ya no hubo llanto, al comprobarse que Berlanga seguía estando ahí todo el rato, diciendo no entender la vida y llevándose mucho las manos a la cabeza (los dedos más que las manos, como si se averiguase) al explicarse con aquella voz desplanchada, levemente tocada de rotacismo infantil en alguna palabra y los abogaos descargados de la última consonante, el ceño atolondrado, la lengua de galápago en las puntuaciones y la sonrisa (sonrisa de mirón, la sonrisa horizontal) fatigada de franqueza o al menos así se la entendía yo siempre. El problema de Berlanga era el contrario, que traía la vida muy asimilada, pero a mí es que todo Berlanga me pone sentimental. Berlanga es mi muerto más largo. Campanudo Berlanga. Por él he llegado a sentir un afecto tan grande que ha llegado a parecerme cariño doméstico, y hoy permanecen en mí, bien fraguados, no tanto su recuerdo o su enseñanza como sus andares por la vida, ya mayor, diciéndose tan pesimista de nacimiento pero enarcando las cejas ante el mundo (las dos, sin prejuicio, con maravilla o un poco encabronado) hasta el último de sus días.
Por no morirse nunca, Berlanga pedía en los hoteles de Barcelona camas con cabeceras forjadas para jugar al sadomasoquismo dulce del que siempre hizo apología, porque él estaba por airear los vicios a sabiendas de que a los vicios se los exprime más a fondo hablándolos, como a las plantas y al contrario que a las virtudes. El erotismo era su manera de elevarse sobre el hombre (no hay otra), un trascenderse en zapatillas del que hizo academia a través del sadomasoquismo, un disciplinar el sexo muy seriamente que –y esto es curioso- se da mucho en quienes porfían en existencias no regladas.
Una tarde de hará quince años, Berlanga se comió un bocadillo de jamón serrano mientras atendía un espectáculo sadomasoquista. Mientras a un tío bocabajo le derramaban cera en las pelotas, Berlanga pedía un señor bocata de ibérico porque se conoce que el ritual le iba abriendo el apetito humano. Yo eso lo he visto un día, hará quince años, y me lo he guardado porque todo asomo de esperpento es por fuerza epifanía, la única manera de explicarnos. Eso me lo enseñó primero Berlanga antes que cualquier lectura, cuando se pidió aquel entrepán en el corazón de las tinieblas como si Dios asomase la mano entre las nubes para mirarse con distancia la manicura.
De joven, Berlanga se había ido a la guerra por una chica, para impresionarla, pero no la entendió y volvió ya misógino, que es como debe declararse todo hombre a una mujer, misógino perdido, rendido al magnetismo del ser mistérico y superior, sintiéndose tan demasiado próximo a él, tan tremendamente, que no quede otra que desearlo vencido. Para ello hay que empezar por consultarle si podemos atarlo a la cabecera y luego ya ver cómo evoluciona o cómo lo hacemos nosotros, que somos la víctima aunque ella sea la presa técnica.
Berlanga se soñaba invisible y mirando de mucho antes, desde niño. Iba a encontrar la manera situándose detrás de la cámara y con ella cumplió la que creía su obligación de cineasta: por encima de uno mismo, observar a los otros. Conocerlos. Aunque luego le gustaría decir que él nunca había mirado a través del objetivo porque la imagen se la confiaba a sus operadores. Desde allí ejerció un cine piadoso de rebaños desplazándose, poco flamígero porque Berlanga, si alguna vez se hubiera puesto drástico en consonancia con su valencianidad y su idea del mundo, como mucho le habría disparado a una almohada (tomando el revólver con las dos manos) y nos habrían llovido plumas que sólo iban a crispar a los que hay que nacen embreados.
Berlanga fue plácido y nunca verdugo, fue inquebrantable, ético y trágico como un ciclista sudando a solas el puerto del sainete. Entre tanto humano desprovisto (habrase visto semejante), él es quien más y mejor me recuerda hoy de qué estoy hecho (de humor contra la vanidad, de amor contra la humanidad) y cuál es mi única pasión, que era la suya aunque él no pudo cumplirla: ser siempre y contra viento y marea todo un pobre hombre.