Soy el océano atlántico, que es el más joven del mundo, cuando me levanto de buena mañana con el cuerpo por soliviantar, antes de darme de morros con este lugar tan pequeño y tan legislado, tan podrido de vosotros y tan falto de imaginación. Este mundo huele un poco a bleidraner, que es el olor conjunto de las familias de siete países. Huele a clavo y azafrán y a exceso de imaginería. No sé si lo sabéis, pero vuestra ciencia-ficción huele a curry. Muchos problemas veo yo en el futuro, mucha trampa en el porvenir. Así que no hay prisa.
Amanezco tranquilo y empezaré a reconocerme más tarde, ya próximo el mediodía, iré recordando quién soy cuando a lo largo de la jornada me vaya viendo venir en el ir rehuyendo televisores, prensa del día, redes sociales y otros infiernillos que harían de mí una triste figura atrapada en anhelos de insecto. En realidad vivo un día de no desear ninguna cosa, no muy pleno pero cómodo en mí, algo narcotizado porque afuera está nevando. Por la tarde intento mirar una película de la que me piden crítica, reseña crítica, no sé qué, pero todo me lleva a conciliar un sueño terroso, muy bien hilado con la vigilia, que retengo brevemente, el tiempo de integrarlo en el texto y evaluar con estrellitas. La película está bien, quita los problemas, pero es mejor el sueño que invoca en mí. Como sea, este trabajo de razonar someramente el trabajo de otros me parece un ejercicio psicopático, petulante y demasiado simple, que llega a resultarme humillante cuando el otro no es superlativo o mi conexión con él natural, cosa que no ocurre casi nunca. Me siento necio en esta tarea.
Me recuerdo, hace tiempo, delante de unos cuadros de Clovis Trouille, momento que para mí no fue poca cosa pues se trató de dialogar brevemente con un siglo atrás, con un hombre de un siglo atrás, libre por tanto de las servidumbres y la mediocridad de mi tiempo. Un hombre manejándose entre los útiles de su actualidad, que para mí son ya herramientas de tiempos mejores porque desde la perspectiva pueden explicarse en su totalidad y carecen de las impertinencias que tejen y marean mis días actuales. En realidad fueron tiempos tan estimulantes y tan poco como éstos de hoy, los del pintor, pero desde aquí suponen otro lugar, un allá sólo accesible por memoria y evocación, un paraíso perdido. A Clovis Trouille, más que imaginarlo, creo recordarle. Recuerdo lo mucho que llegué a reír con él, sin dios ni amo que nos coartase, algunas noches, antes de que el tiempo y el azar me posibilitaran atender cinco de sus obras: Religiosa italiana fumando un cigarrillo, El mago, El barco ebrio, Mis funerales y Mi tumba. No voy a escribir los títulos en francés porque eso me emparentaría con aquella tropa indefinida de bobos catalanes que trufaban sus textos de galicismos y me expulsaban, cuando era un lector joven —e incluso pequeño—, de sus comunicaciones, que a mí me interesaban como a un nicolás inquieto, de puntillas junto a la mesa, sólo por unos instantes. Qué asco me daban aquellos pamplinas sin oficio ni beneficio, putos escritores de mierda. Clovis Trouille, en cambio, restaurador de maniquíes entre semana y en domingo pintor enfermo de blasfemia y colores (que siguen escandalosamente vivos en sus lienzos), nunca encaró su arte como otra cosa que como revuelta íntima, que es algo mucho más útil que la dichosa y vulgar revolución. La pintura de Trouille, jamás prostituida, canta a la muerte con símbolos clásicos, murciélagos, cráneos, elementos de vanitas que exaltan la defunción con la alegría de la vida desbordándose, como hicieran otros macabros que tuvieron el talento para tratar la brevedad de los hombres desde la carcajada liberadora del erotismo, sabiendo que a la muerte hay que contestarle con la vida, como así decía la gata sobre el tejado de zinc caliente.
Ah, vive también aquí una simpática gata leonada que ahora dormita —muy exhaustivamente— a mi lado… Suerte de los gatos, para paliaros, doy gracias por ellos mientras sigo desentrañándome, ahora en esta otra ciudad, donde camino un apartamento con suelo de barco que transmite mis pasos al resto del inmueble, una pila de étages (¡lo hice!) en precario equilibrio, como una vajilla que persevera en la vertical con más gracia de la que se le supondría a un bloque de costillaje rígido y nervado de vigas maestras. Lo antiguo reconforta, pesa y carga él con el drama, me libera de todo esto y me hace leve. Miro las cosas y me gusta y me apena pensar que hubo un tiempo en que un objeto lo hacía un hombre a gusto y no treinta y tres esclavos.