Me vienen a casa unas mujeres que no he pedido, como el médico les va a los niños pero en rubia centroeuropea y en morena nacional. Vienen algunas tardes desde que se fue Carolina, que me recogía los libros y me dejaba una nota si yo estaba a unos recados, unas chicas distraídas y con lo puesto que son siempre unas distintas, a las que se les ha dicho que han de dormir donde la Carolina, que ahora es un piso franco de proxeneta poco atento que no les ha precisado las señas, aunque las chicas parecen contentas.
Carolina era una chica muy bien observada y estas que ahora vienen a hacer noche son más de comerse uno una farola, porque también las he visto en la calle parando un taxi y los paran todos, y llevan encima del cuerpo estructural las miradas sostenidas como colibríes del vecindario de los ambos sexos. Me vienen, yo creo, por decantación natural, atracan por intuición en la casa del soltero millonario de ilusiones aunque se equivocan, porque las putas las requiere más el casado consensual y yo como mucho puedo indicarles, orientarlas un poco, hasta que me abruma mi estampa, que, atención: llevo un tebeo en la mano y la frente magullada de una hostia que me di ayer con un dintel. ¿Qué hecho yo, señor dios, más que ir un poco deprisa por hacer más cosas en este lapso que tú me has dado? Con buena hostia me pagas, asqueroso. Las chicas sonríen en comadre cuando oyen los suspiritos de Juan de Pablos al fondo del invierno y supongo que yo debería sonrojarme pero para siempre, instalarme en lo sanguíneo y no volver. Pero qué putas sois, no me hagáis esto, en la ciudad no hay horizontes geográficos y los personales son chatos, yo vivo así, pasad, pasad y tomemos algo, pero o nos lo tomamos en serio ¡o no nos lo tomamos!
Con las putas, extrañamente (tal vez por aquello de que hay que tratarlas como a princesas mientras que a las princesas como a putas), ha entrado al edificio también un reloj de carrillón que a cada media esfera me indica, con su voz lejana de santiguarse, que vaya apagando la luz, que ya es hora de admitir que no lo voy a poder leer todo.
Ha habido mucho movimiento, en las últimas semanas, molestias estacionales desde que Carolina pasó a mejor vida, aunque a estas edades a la muerte hay que llamarla por su nombre, no suavizarla como defunción o fallecimiento. Llamarla por su nombre y plantarle cara, y eso se hace con la vida por montera, no queda otra, aunque ahora yo esté en la cama muy bien arropado en unos tebeos, antes de obedecer al tiempo pactado y levantarme a un cigarro mirando las calles lacadas de luz tras la lluvia y decidir que el de hoy, al fin y al cabo, ha sido un buen día porque es que el de ayer fue una mierda. Y que dadme madera para tocar.
Tal vez no esté en ninguna parte, ese reloj aristocrático, y lo sueñe yo todos los días. Suficiente.