Se habla mucho de la corrupción a gran escala y demasiado poco de la pequeña escaramuza, de las corruptelas de andar por casa. La corrupción de proximidad. Por ejemplo, el camarero de Il Caffè Fiorino al que voy a menudo, en la Plaza Lesseps. Ese tipo es un corrupto, pero ejerce su tiranía discretamente, por lo bajini, sin que nadie pueda decirle nada. No se trata de que el tipo robe, o que se lleve a casa los servilleteros del bar. Qué tontería, ¿para qué iba a querer él unos servilleteros, dónde iba a ponerlos?, y aún mas importante, ¿qué iba a hacer con ellos una vez que se le acabaran las servilletas? Esas cosas sólo se las venden a mayoristas. No, no. No se distraigan de la cuestión fundamental: la corrupción de este energúmeno (y sí, ahora ya me atrevo a llamarlo por su nombre) es una CORRUPCIÓN PSICOLÓGICA que ejerce sobre la clientela, en este caso yo, con disciplina de hierro. Vale, sólo me atosiga a mí con sus tejemanejes. Sus acciones no son evidentes, pero me molestan horrores. Apenas me dirige la palabra. Evita tocarme cuando me devuelve el cambio, yo qué sé, cosas así de fraudulentas. Sé que, si pudiera, ¡me tiraría el café de Colombia hirviendo a la cara! ¡Ese camarero me odia! Detecto su corrupción perversa, ha convertido la cafetería en su particular ministerio del miedo, la presión cuando entro me asfixia, comprar un café allí es como jugar al ajedrez con un sádico. Valoro la posibilidad de dar un chivatazo anónimo a la franquicia central. La situación es insostenible. Lo peor es que no puedo dejar de ir. Me encanta el café que sirven, especialmente su aroma, me recuerda a La Pampa, aunque nunca haya estado allí. ¿Plantan café en La Pampa? No importa.