No piensa consentir que los recuerdos continúen inmiscuyéndose en su vida, invadiendo su presente. Para expulsarlos de su interior, se deja caer de lo alto de un banco, esperando que el golpe surta efecto. Un anciano, hasta ese momento entretenido en el acto de compartir su asiento en el parque con un desconocido, le ofrece su ayuda decrépita e inútil.
“Si con esta actitud tuya pretendes eliminar tus recuerdos —dice el anciano desde lo alto del banco—, déjame decirte que estás perdiendo el tiempo. Vivimos en la ebriedad del pasado, borrachos de recuerdos, y si pocos son los que se han atrevido a enfrentarse al presente con la mente despejada, menos aún son los que no han caído, como tú, en el intento de apartarse del recuerdo con consecuencias nefastas.”
Furioso con el viejo por atreverse a hablar con esa seguridad desde el vergonzoso púlpito de un banco público, se va hasta otra parte del parque sin levantarse del suelo, arrastrándose como una culebra de agua, comiendo tierra mojada y matojos de hierba suficientes para resistir por sus propios medios durante unas cuantas horas más. Cuando termina de arrastrarse y de comerse el suelo, y considerando que ya se ha tenido a sí mismo la pena suficiente por hoy, se pone en pie dispuesto a salir del parque, pero es incapaz de encontrar la salida. La única explicación posible a este desvarío está en que él no es ni ha sido nunca jardinero ni tiene tampoco los suficientes conocimientos en horticultura como para poder orientarse por sí mismo en una jungla de matojos; no sabiendo interpretar los códigos que las diferentes variedades de plantas le indican, está, como suele decirse, abandonado a su suerte.