El caballero, un caballero de aspecto más que decente, pulcro, bien vestido, elegante, que inspira un gran respeto (sobre todo entre las damas), a todas luces un triunfador, alguien para quien la consecución del éxito fue un problema menor, varonil, seductor y, sin embargo, tirado en el suelo en plena calle, bocarriba, despeinado, con los brazos en cruz cual Jesucristo extraviado, retorciéndose presa de dolores invisibles (nada indica que esté herido, que sea epiléptico, que le haya caído una maceta encima), con los dientes apretados, farfullando algo incomprensible, sudoroso, febril, como a punto de explotar, atrapado por algún tipo de inquietud o desasosiego profundo y gravísimo. ¿Qué le pasa? ¿A qué viene esto? A alguien con su percha lo imaginamos saboreando un rustido, brindando con champán francés, acompañado por la más fascinante de las mujeres, riéndose del mundo, carcajeándose de las adversidades, encadenando victorias. Y, en cambio, aquí lo tenemos, mordiendo el polvo, a la vista de todos los desgraciados que, como yo, no tenemos nada mejor que hacer que echar la tarde viendo cómo un hombre se debate entre enigmas incomprensibles, regalándonos un espectáculo bochornoso, humillándose para nosotros, pobres muertos de hambre que le rodeamos con curiosidad canina y sentimos a partes iguales envidia y pena, pues ya nos gustaría a nosotros estar en su lugar, y bien poco nos importaría pasar por ese mal rato si a cambio obtuviéramos después el premio de iniciar una vida nueva, trufada de encantos, esplendor y riquezas.
Alguien ha llamado a una ambulancia. Esperemos que no sea nada grave.