La otra noche me dio un ataque de ansiedad MUY BESTIA en un restaurante japonés. Mi novia me invitó a ir a un restaurante japonés, el más caro de Sabadell. Pedimos el menú Imperial, un menú de setenta euros o algo así, todo muy exagerado. Cuando el camarero vio que pedíamos ese menú, nos cambiaron de mesa y todo, a una más grande, nos trataron de emperadores. Justo en ese momento de sentarnos de nuevo fué cuando me sobrevino una especie de presión, como fuego, llamas en el pecho, que se extendían por el brazo hasta dejarme completamente rígido todo el lado derecho del cuerpo; me faltaba el aire, tenía como una mano gigantesca cogiéndome por el cuello, presionándome, no podía respirar. Pensé: “Se acabó, ya está, se acabó todo”. Lo bueno es que no me atrevía a decir nada para no decepcionar al personal del restaurante, especialmente al cocinero, que ya llevaba unos minutos trabajando. Detrás de mi teníamos a un japonés friendo toda clase de marisco para nosotros en una plancha gigantesca, del tamaño de mi piso de soltero, sólo para nosotros. El tipo nos sonreía, no había nadie más, se le veía realizado. Mi novia estaba contenta, quería pedir un vino blanco, una botella de Blanc Pescador, había algo que celebrar, mi partida del mundo de los vivos. De pronto, le digo: “Creo que me esta dando un infarto”. Al momento, ella asomó la mirada tras la carta de vinos, la dejó en la mesa y se le pusieron los ojos como mojados, se quedó en completo silencio. Empezaron a llegar platos y platos. Más de diez. Pero no era nada comparado con lo que venía, era como un tributo raro que me rendía la cocina japonesa antes de abandonar la existencia, el festín de los kodamas. “Hay que ir a Urgencias”, le dije. “Me encuentro realmente mal.” “¿Esto es porque pago yo?”, me preguntó. “Claro que no, ¿cómo puedes decir eso? Me estoy muriendo DE VERDAD.” “Ya te ha pasado otras veces.”“No es cierto, esto me ha pasado dos veces en seis años, contigo sólo una vez, ¡no es tanto! ¡¡Sigo siendo creíble!!”.
La cuestión es que pedimos todo para llevar, al principio la camarera no entendía nada, era imposible frenar el festejo funerario japonés. Les pedimos que lo pusieran todo para llevar y que trajeran la cuenta. “No se encuentra nada bien”, dijo mi novia. La mujer no entendía nada, llamó a la encargada, que con una sonrisa enorme me preguntó si quería un café. “¿Café?” “No, me va a dar un infarto.”“¿Un chupito?” “No, no. Un desfibrilador, en todo caso. ¿Tienen sala de Urgencias en la parte de atrás?.”
Salimos del restaurante japonés, mi novia estaba desolada, cargando con todas las bolsas de plástico por las calles vacías, parecíamos dos parias cargados de marisco. La vuelta a casa fue horrible, me sentía tan mal por ella. Luego me tomé dos tranquilizantes y se me pasó, a las dos o tres horas. A las cuatro de la madrugada me olvidé de ir al hospital y acabé comiéndome todo el marisco. Mi novia me miraba asombrada con un rostro adorable mientras yo comía a todo trapo, lleno de vida, renacido, sin atreverse a decir nada.