Desde hace años, en cada reunión familiar mis padres cuentan anécdotas de nuestra infancia. Una y otra vez, las mismas historias, de memoria. Me pregunto de qué hablaban cuando no existíamos; por lo que sé, todavía no se pasaban el día discutiendo como ahora que viven en una eterna disputa. Discuten por todo, por pequeñas cosas, cuanto más pequeñas, más discuten. Pero no me quiero ir del tema; además, las peleas de mis padres darían para llenar cuatro o cinco columnas. Esta repetición de anécdotas familiares es algo que no entiendo, hemos oído esas historias un millón de veces, mi mujer, qué digo mi mujer, mis hijos, aún pequeños, ya se las saben de memoria. Como es natural, yo hace años que desconecté, no presto ninguna atención, o como diría mi terapeuta entro en un estado de atención latente, que, por lo visto, es el tipo de atención que prestan los psiquiatras a sus pacientes. Esta verborrea incontenible alcanza su plenitud cuando en la reunión hay alguien ajeno al entorno familiar, entonces lo dan todo y explican las que consideran las mejores historias, a piñón. Pero no nos engañemos, no se trata de una necesidad de comunicarse, es una agresión en toda regla, se puede ser agresivo de muchas maneras y ésta es una de ellas. Se trata de una forma de agresión encubierta, de violencia disfrazada a dos bandas; tanto mi padre como mi madre explican anécdotas al mismo tiempo, sin respetarse los turnos e ignorándose entre ellos. Desde hace un tiempo, mi hermano se ha unido a ellos. A lo mejor se ha hecho mayor, no sé, la cuestión es que ha empezado a explicar cosas de su infancia. O debería decir de nuestra infancia, ya que la mayor parte de lo que cuenta, en realidad me pasó a mí. Me está robando los recuerdos de mi niñez. Comencé a sospechar un día, mientras explicaba cómo al pelar un plátano junto a un río se equivocó, tiró el plátano al agua y se quedó con la piel. Esto, pensé, diría que me pasó a mí… A esa historia le siguieron otras, otras en las que sí estaba seguro de mi autoría, la que ahora se me niega frente al consentimiento familiar. Cuando trato aclarar el asunto, mis padres replican que no se acuerdan o simplemente me contradicen, argumentando que él, por ser mayor, debe de acordarse mejor de lo pasó. Yo lo que creo es que como mi hermano goza de una vida estable, con trabajo fijo, piso en propiedad y plan de pensiones, tiene ante sus ojos muchísima más credibilidad que yo, que cerca de los cuarenta no tengo dónde caerme muerto. Lo que no me explico es qué necesidad tiene de apropiarse de vivencias que son las que me han llevado a mi situación actual. Estoy convencido de que lo hace de manera inconsciente, sin ninguna maldad. Simplemente cree que esas cosas le pasaron a él. No tiene ningún sentido. La única solución que se me ocurre para las próximas reuniones familiares es pasar del estado de atención latente a otro de desconexión total y tararear de forma compulsiva canciones de los ochenta, cuando mi vida todavía me pertenecía.