Igual que un toro, va dando vueltas a la plaza de cemento, con el teléfono pegado a la oreja, gritando que anoche ése le dio dos tortas y que por eso lo tiene que matar. No tiene más de diecisiete años, lleva una camisa roja, verdes bermudas y sandalias marrones con las que patea el suelo, los bancos, la papelera, sin parar de dar vueltas a la plaza de cemento, todo el tiempo con la cabeza gacha, salvo cuando la levanta para vociferar que lo tiene que matar.
El ligero albor del cielo, la humedad de los céspedes, empapan su andar reiterativo de un vaho con aroma a melancolía de autómata que realiza todo el tiempo el mismo recorrido, apresado en un bucle de dislocada inconsciencia. Llama, grita, anda. Llama, grita, anda.
Llama, grita, anda… Hasta que llegan al fin sus amigos, cinco chicos y una chica, que logran modificar casi imperceptiblemente la dinámica de su recorrido. Se le acercan, lo miman…, pero él vuelve a gritar que anoche le dio dos tortas y lo tiene que matar.
Beben de las latas que van depositando lentamente sobre el suelo, en uno de los vértices del banco en el que algunos se han sentado a esperar que se calme un poco, mientras, de uno en uno o por parejas se turnan para hablar con él y apaciguarle.
Ahora le toca a la chica, que se cuelga de su cuello, abrazándole, diciéndole que es un tío cojonudo, que tiene razón, que todo ha sido un mal rollo, un mal viaje, que se tiene que calmar, dejar pasar el tiempo, dormir, que al despertar verá las cosas de otro modo.
Al fin se lo llevan de la plaza, rendido y mustio, debilitado por la perseverante ternura de los amigos, quizá sin saldo en el teléfono. Dormirá en alguna parte. En el suelo de cemento queda un corro de latas, colillas, algún pañuelo de papel arrugado, cuando empieza a dejarse oír el rumor habitual de cualquier sábado a las ocho de la mañana.