Están más guapas así, al natural, que apabulladas por los focos del escenario. Se han reunido en un recodo del edificio, bajo la leve cornisa que las protege torpemente de los primeros goterones de lluvia. Una se cobija a sí misma con los brazos, para repeler el frescor creciente de la noche, otra lleva puesta la capucha de la chaqueta, la mayor un abrigo largo y la rubia besa a su novio, que ha llegado tarde a la función. El chico se ha colado casi sin querer en la sala, por una puerta lateral, y ha estado viendo la obra entre bambalinas, con riesgo de darle un buen susto a cualquiera de las actrices que hubiese abandonado la escena por ese costado. Se toman un respiro en la calle, después de los aplausos, mientras el camión emboca la entrada del almacén para empezar a cargar los muebles y estructuras del montaje, que llevarán a un polígono industrial, hasta poder embarcarlos, la semana que viene, rumbo a las islas, donde la gira seguirá su curso. Antes, he llegado con el tiempo justo para tomar asiento, aunque todo ha terminado retrasándose un poco, porque los espectadores más jóvenes no han entrado hasta pasada la hora. Me he sentado en mitad de la primera fila, junto al que luego he descubierto que era el transportista de la compañía. Al minuto ha llegado una chica de pelo largo y rizado, vestida con una gabardina clarísima. Se la veía tan aseada, sofisticada y cuidadosa que, por un momento, he imaginado que bajo la fina prenda de abrigo emergería su cuerpo desnudo y luminoso como la fruta de mi desayuno de los domingos. Pero apenas he podido ponderar la blancura de sus muslos y oír su voz atropellada, de manantial que brinca entre un estorbo de rocas brillantísimas. Despojada de la capucha, esta actriz cobra las maneras de una Juana de Arco meditabunda, entre el cielo de sus deseos y la guerra que le han dado los tacones rojos que se ha dejado en el escenario. Yo no sabría ser actor, me quedaría demasiado tiempo hurgando los despojos y entresijos del personaje, mi introspección sería siempre la suya, viviría sin vivir en mí y acabaría tirado en cualquier esquina, como ahora. Acelero el paso, sin llegar nunca a correr —ante todo, las formas—, conforme siento crecer el peso del chubasco sobre mis hombros. Ellas se han resguardado en el vientre del edificio. También ayudarán a cargar los trastos, mientras yo recorro unas cuantas calles y, al atravesar los porches de unos grandes almacenes, un grupo de niñas de veinte años me pide fuego y se les va iluminando la cara, una por una, conforme se llevan el mechero a la boca. Hacen tiempo hasta que amaine. Ninguna tiene coche todavía, ni ganas de telefonear a sus padres. Ahí se quedan, atrapadas en un chaflán porticado, traicionadas por el humor voluble de la primavera. Sigo mi camino, silbando miserias, con un coro de árboles y edificios que parecen emborronarse, poco a poco, detrás de una cortina acuática grávida y densa. Mis zapatos hollan siluetas que desaparecen enseguida, como si caminase sobre las aguas de un mar ignoto. Al ir a cruzar la avenida, imagino que la luz parpadeante de la cartelera de los cines, que tiembla decolorada al otro lado, es la lámpara de Hero, palidecida por la espera, y termino de cruzar un Helesponto surcado por coches y grietas. El último autobús gime una nube de vapor pestilente y, como un náufrago vencido por las olas, me dejo caer sobre la butaca de una sala vacía, mientras la sangre y los gritos llenan la pantalla y me ensordecen sin tiento. Dormido, con los ojos clavados en la nada, sueño que quemo naves y sueños, para no volver a esta inmunda vida de insecto.