El señor Mariano no se acaba de creer esa machada de que no hay camino y se hace camino al andar. Cuando sale a patearse España, trae la ruta bien marcada en el intelecto, ya sea al salir de Irún o remontando los llanos desde Mérida hasta Astorga. Y así va conociendo aldeas, albergues y, sobre todo, gentes de muy distinto proceder y procedencia. Por ahí va ese matrimonio de coreanos empeñado en visitar la cuna de legendarios conquistadores. Llevan días recorriendo su misma senda argentada y, ahora que la tarde come polvo y reseca espinos, los ve entrar en una tienda de abastos, de donde salen cargando un jamón mediano, tirando a pequeño, que no deja de pesar sus buenos kilos. Pero, para el oriental, no deben de existir ni el cansancio, ni la gravedad, ni el dolor, porque no dejan escapar la más liviana queja mientras apechugan con él, kilómetro tras kilómetro, hasta que la caída del sol les invita a detenerse y buscar posada en su mismo albergue. Don Mariano descarga la mochila junto al que habrá de ser su catre por una noche, se asea un poco y baja a la cocina a prepararse la cena. Allí vuelve a verlos, pegados a la lumbre que hace hervir el agua de un caldero, mientras una treintañera trata de darles a conocer la virtud reparadora de la banana: “Yo cada día me meto un plátano por el potasio”. En otras circunstancias, don Mariano se habría reído con el caracoleo riguroso de unas castañuelas, pero lo que acaba de descubrir le asfixia la hilaridad en un gruñido. Al echarse la coreana a un lado, deja ver el contenido del caldero, en el que se cuece el jamón ibérico, así, como se ha quedado él, de una pieza. El desvarío lo desfonda y vuelve sobre sus pasos, hasta el camastro. Se sienta en el borde y telefonea a su hijo, que no le contesta porque anda metido en relaciones cibernéticas con una chica de cuerpo fibroso y fronda en la cabeza; una hembra destemplada que, desde que cruzaron los primeros emoticones, viene haciéndole notar que —a pesar de su sana conducta— le sobrevienen toses súbitas y estornudos sofocantes a los que la ciencia médica no acierta a poner remedio. Mientras la ve charlar, recortada por el encuadre imperfecto que ofrece la camarita del ordenador, advierte las idas y venidas de unos bultos peludos alrededor de la chica. Cinco gatos, dice que tiene, y agarra uno, blanco y perla, que achucha y besa, paseándoselo por el cuello, las mejillas, la boca… Al soltarlo, la arrebata un ataque de tos y una matraca de estornudos abisales que la ponen al rojo, abocándola al llanto. Cuando recupera el aliento, él se preocupa por su estado y sugiere que, tal vez, la violenta reacción de su sistema respiratorio tenga que ver con ese contacto tan familiar que mantiene con los gatos. Ella se enturbia, frunce el ceño, alza el mentón y responde con firmeza: “Nada que ver. Estás muuuuy equivocado”. Continúan hablando un par de tensos y extraños minutos, hasta que la imagen de la chica desaparece, envuelta en una fría despedida. Ya no volverá a saber de ella. Lejos, muy lejos, sentado aún al borde del catre, don Mariano percibe los salados efluvios del jamón que se cuece, malogrado, en el piso de abajo. Bajaría a sacarle una foto, pero quién le asegura a uno que no fue por algo así que estalló, allá por el cincuenta, la Guerra de Corea.