Abre los ojos y la soledad ya no le reconforta. La razón por la que ha dormido solo estos últimos meses era esa, evaporar la pesadilla nada más despertar, al notarse solo en el lecho. La última vez que durmió acompañado estuvo a punto de estrangularla. Sus dedos apretaban y apretaban el cuello de garza de la rubia y, sólo después de sentir su rodillazo en el costado, entendió que había salido del sueño y no hacía falta seguir defendiéndose. Sorteó el asunto como siempre, con un poco más de dinero, un nuevo cargo, un puestecito. Desde entonces, las instrucciones son claras: la chica debe abandonar el palacio después del amor. Con su mujer no queda espacio para la duda, hace años que viven y duermen en habitaciones —naciones— separadas. Antes él era fuerte, había permanecido inmune a las pesadillas incluso durante la instrucción militar, cuando el contacto con las armas era diario. Pero la vejez lo reblandece todo y se lleva por delante los arrestos de toda una vida. Aquella noche, en África, mientras hundía los dedos en la garganta de la puta alemana, no hacía otra cosa que defenderse de sus mortales enemigos dentro del sueño. Ella, que era perra vieja, utilizó sus rodillas peladas para defenderse y cayeron rodando al suelo, donde le quebró la cadera. Todos van contra él y el horror del día se multiplica con furia bajo los párpados de la noche, asaeteando con agudas punzadas todas sus articulaciones. Y lo peor es ignorar de dónde surge ahora esta corte de fantasmas. Cuando despertaba a la vida, allá en Estoril, y reventó a su hermanito de un balazo, ni siquiera hubo que llevarlo al psiquiatra. Hasta su confesor hizo la vista gorda. La juventud es el mejor desinfectante contra pecados, males y culpas. Suficiente trabajo tuvo luego con lidiar las aspiraciones de su padre, marinero de agua dulce, que se pasó la vida olisqueando un trono que no alcanzó a acariciar. A ese ni siquiera hubo que pegarle un tiro. Pero la vejez puede con todo y no quiere acabar como su santa madre, aparcado en cualquier rincón, sudando calmantes. Ya no queda tiempo para más, lo mejor será una cena, la última cena con toda la familia. El yerno, la nuera, su mujer, los tres hijos, los siete nietos… También los bastardos, el divorciado, los primos… Todos. Una cena, sí, como si fuera a anunciar la abdicación. Es lo que están esperando dentro y fuera de palacio. Todos tragarán con gusto ese anzuelo. Bastará que en el brindis cada uno sorba unas gotas de somnífero y luego, danzando con su amada hermanita silenciosa —metal y madera que tantas veces aseó y lubricó durante las noches de insomnio—, dará un paseo, estancia por estancia, apretando el gatillo según el orden estricto de la línea sucesoria. Y, al final, cuando todas las sangres se hayan fundido en un mismo charco, en el blanco corazón del palacio encantado, no quedará otra salida que ventilarse los sesos contra el escudo de la patria. Los sesos o el corazón, ya lo decidirá en su momento. Cerrará bien el círculo, acabará con el rifle lo que empezó hace cincuenta y siete años con una pistola. Todavía la guarda en la caja de caudales de su dormitorio. Tal vez la utilice, pero sólo con los niños. Si deslizas el cañón del veintidós dentro de la naricilla, la herida se abre limpia y no sufren la más ligera agonía. A los mayores no, a los mayores hay que borrarles la cara con la misma saña con que hoy anhelan su herencia y sus títulos. Pero, antes de empezar, todos limpios. Irán juntos a la misa del jueves, recibirán a Cristo. Música de cámara. Un aperitivo. Que todo parezca preparado para anunciar la renuncia al final de la cena. El brindis, las risas y, después de los disparos, la última copa, besar apasionadamente el cañón y a despertar, por fin, en la otra orilla. Un cielo azul con otro par de gaviotas.