Contonea las cachas como una campana llamando a misa de lenguas. Cruza el semáforo en rojo y la plaza vacía, antes de doblar la esquina y meterse en el estanco, donde busca suerte en dos boletos y se agencia un paquete de tabaco de liar que su amiga irá embutiendo en canutos cada vez más finos, mientras ella conduce rumbo a una ciudad amarilla de humo, polen y espejismos. En el maletero carga las maquetas con su voz y los bolsos de lona que han hecho entre las dos, inspirándose en canciones y series de televisión. La otra noche alguien rompió la ventanilla de delante con una bujía y se llevó el equipo de música con una maqueta dentro, y ahora no tienen más remedio que cantar o poner en marcha el reproductor del teléfono. A mí me han recogido en el café del mercado. Al abrocharme el cinturón y advertir el hueco abierto en la base central del salpicadero, me figuro que alguien debe de estar escuchando ahora mismo el compacto con sus canciones y tratará de averiguar a quién pertenece esa voz espesa y sensual como una gota de miel en la comisura de los labios de una novicia ronca. No le quedará otra salida que preguntarle al vendedor de objetos robados, que se hará el remolón, hasta que la obsesiva insistencia del interesado le obligue a interrogar al ladrón de medianoche. Puesto en antecedentes, el fan iniciará su ronda de vigilancia junto al vehículo ya localizado y, cuando ella lo abra, cualquier mañana, la asaltará con más miedo que malas intenciones, para devolverle el aparato y enterarse, al fin, de quién canta esas canciones. Aunque puede que antes la oiga hablar y reconozca la voz directamente, permitiéndose encontrar otros derroteros menos comprometidos por los que entrar en su vida. El coche aminora la marcha y va parando a cada rato. Hay un control policial a quinientos metros. La luz azul baila, sinuosa, dispuesta a hundir el ánimo de los conductores, cuando el móvil echa a temblar, interrumpiendo la canción en mitad del estribillo. Alguien ha extraviado a su perro y quiere imprimir carteles a mitad de precio. Una policía morena y desdeñosa nos escruta con detenimiento antes de extender el brazo y empujar el aire con la palma abierta, ordenando que sigamos adelante. Rodeamos varias manzanas hasta encontrar una plaza de aparcamiento y, al salir del coche, a punto estoy de pisar el cadáver desgajado de una paloma. En la redacción, la máquina de cafés no funciona y, mientras a ellas les hacen la entrevista, la chica del noticiario me ofrece un vaso de lo que lleva en el termo. Nos conocemos de hace unos años, aunque no sabíamos nada el uno del otro, ni siquiera que trabajaba aquí. Ha sido una sorpresa encontrarnos. Se separó el verano pasado y necesita mudarse. Llaman varias veces mientras charlamos y eso me libra de explicarle mi vida. Las chicas salen contentas del set de grabación, con ganas de probar fortuna en otros medios. Comeremos un menú en cualquier vegetariano y aprovecharemos la tarde para dejar los bolsos en un par de tiendas de caprichos. Todavía no entiendo qué es exactamente lo que quieren que escriba y el ding dong de sus nalgas hace horas que dejó de interesarme. Al entrar en el restaurante, antes de pasar por la cola del autoservicio, simulo ir al retrete y salgo de nuevo a la calle. Llamo a la chica del termo, que aún no le ha dado el primer mordisco a su bocadillo de fiambre de pavo y se deja invitar en el chino de la calle de atrás. Le han perjudicado un par de fallos técnicos durante la emisión del noticiario y está muy enfadada, convencida de que le están haciendo el vacío. La sombra de su ex es alargada, asegura, y me pregunta si puedo acompañarla a casa, para ayudarle a desmontar un armario de espejos. Teme que se le rompan. Cuando se quita la camiseta le descubro un tatuaje que me habla de Lloret. Hará falta mucha entrega para levantar a pulso mi menguado deseo. Rezo por encontrar una selva en que perderme entre sus muslos, pero bajo el tanga se adivina un liso desierto. La sed del glutamato me vuelve a la boca y su lengua me llena de silencios. Ya no hay manera de salir de aquí si no es entrando. Me salen al quite sus pies de bailarina regordeta. Haré que bailen un poco, susurraré alguna mala palabra y, más tarde, cuando duerma su siesta, hurgaré en los cajones hasta saber dónde guarda sus pollas de goma. Bajo la cama sentimos temblar los raíles del metro.