Paso acelerando frente a las tiendas de la manzana, envenenadas de luz y blancas como la nieve. Cada día es mayor el número de los imbéciles desnaturalizados. Cuando entro en una casa y encuentro al personal mirando un televisor gigante, sin que a nadie importe que el tamaño prefigurado de la pantalla se cargue la proporción original de cada plano, mi bilis hace horas extras, porque suelen ser los mismos gilipollas que se agencian cada nuevo artilugio tecnológico con la excusa del incremento de definición. Pasaron del deuvedé al bluray y del led a las tres dimensiones, pero no les importa reventar el formato de rodaje con tal de mantener llena la pantalla. Horror vacui para todo menos para su cabeza. Hace unos años, cuando puse Arrebato en clase, más de un alumno se indignó muchísimo porque, para ellos, aquello estaba muy mal hecho, lleno de ruidos e imperfecciones. Estaban acostumbrados a grabarse los pedos con su camarita digital y sólo les tiraba la cosa infográfica, limpita y depurada, como un polvo de Andrew Blake, sin pelo, sudor, olor, estrépito, ni casi pollas. Por mucho documental y debate que pusieras por medio, eran incapaces de sentir y entender aquello. Unos años antes, mientras proyectábamos La seducción del caos, una señorita levantó la mano y preguntó que por qué se habían gastado tantos cuartos para rodar aquella tontería que era mentira y tomaba la apariencia de un suceso real. Lo de no entender, a pesar del orgullo gay, está más de moda que nunca. Ya se veía venir. Hace infinitos lustros, cuando aún era yo quien se aburría, sentado frente a los pupitres de las aulas, un compañero de clase afirmó con vehemencia de pedagogo salvavidas que, hoy en día —hace veinte años—, no se puede hablar de buena o mala música, porque hasta el último de la lista de los cuarenta principales contrata músicos de estudio cojonudos para grabar sus cedeses. O sea, que la calidad estaría en el músico, no en la música que toca. Y estas últimas navidades le escuché decir a una pariente que se había emocionado mucho viendo Lo imposible, que era un orgullo que, al fin, un director de aquí fuera capaz de hacer una película tan grande como las de los americanos. La meta parece ser esa: un estándar formal aseado y clarinete, aviolinado y pijolino. Prefieren escuchar la voz modulada y sin personalidad de mil triunfitos de revellón a un artista original con una voz rugosa o decadente. Y, a la altura de ese canon pastoso, se llenan las salas para ver supuestos musicales basados en cualquier escupitajo con nicho de mercado. Un mundo sinfónico de escorias en el que se dispara hasta la estratosfera la vieja consigna del cine español de toda la vida: pobres pero bien vestidos. Para contemporizar con la cacareada crisis, futbolistas, faranduleros y famosos de medio pelo se dejan media barba y lucen coderas de diseño a juego con los rasgueos y gorgoritos de excursión campera de alboranes y demás sencilleces minusválidas. Con razón no paráis de repetir “¡qué grande!” frente a cualquier pirotecnia; no es que lo que os guste sea grande, es que a vosotros se os va quedando todo cada vez más pequeñito, empezando por el cerebro. Más pequeño y más abajo, hasta hundiros en el fondo del fondo del pozo de León Felipe, y el nivel del hombre os parece ya un cielo inalcanzable, inapreciable y sembrado de quimeras que volverán un día para enterraros para siempre entre los rastrojos reptantes de un olvido en el que seguiréis siendo lo que ya sois, pútridos y lamentables fantasmas bañados en una blanquísima luz envenenada.