Uno tiende a pensar que el amor embellece a la mujer porque, después de haber danzado en su interior, compartiendo aliento, tacto e inundaciones, descubrimos en ella un cuerpo más rotundo, colores más vivos y una mirada más clara y accesible. Después del desborde y la extenuación, se asoma un instante la niña bajo el temblor cutáneo de sus pupilas, al tiempo que la muerte se delata en el fondo del ahogo de su garganta acogedora. La pasión refresca, depura y rejuvenece, asomándonos al abismo de lo que habrá de venir. Después del amor, la mujer casi siempre nos parece más viva, bella y distante en su inmediatez de lavas transparentes. Pero el emporio pornográfico ha sido capaz de quebrar a mazazos de estandarización esta inquieta placidez, reduciendo la alquitara a deshechos. Se paga a jovencitas a las que se maquilla sin compasión para, luego, invadirlas al por mayor, demoliendo, golpe a golpe, todo asomo de inocencia. Tanto el rostro como las principales parcelas de placer de la muchacha toman tonos cada vez más foscos, hasta verla arrodillada ante nosotros con la cara descompuesta: la boca temblando en una mueca inestable, los párpados emborronados, las pestañas lacias y los pómulos ensombrecidos por el rímel que se ha ido descabalgando mejillas abajo. El rubor mal repartido por su cuerpo le da la apariencia de un juguete roto que ya no puede proporcionar mayor deleite que dejar oír el chasquido de sus descoyuntadas piezas. Un sonajero turbador. El porno de humillación al uso afea la hembra, la delata, la apayasa y la envejece. Ante tal panorama de ofuscación, no es de extrañar que sean tantas las jóvenes que, a la hora de entregarse al sexo filmado, lleven al cuello una cruz a la que encomiendan su salud y mejor libranza. Cargan un colgajo de Cristo que las acostumbra a tolerar la punzada de los clavos con la seca frialdad del que trabaja a media jornada en una ferretería. Detalle fácil de apreciar también en las putas de club, esquina y carretera. ¿Quién más autorizado que ellas para llevar la cruz a cuestas? La hetaira da amor y pone la otra mejilla, y muchas de ellas son vendidas a diario por bastante menos que treinta monedas. Las rameras fueron, junto a las monjas —viudas eternas—, las primeras enfermeras homologadas. Damas de compañía que arropan al enfermo en su penoso trasiego y le toman la mano en el último tramo hacia la nada. Hay monjas sin vocación —monjas muy malas putas— que joden la vida a las niñas en la escuela y a los convalecientes de un hospital; y putas que oyen, callan y consuelan con su caricia de carne caliente al pusilánime amarrado a la argolla familiar. Dos caminos muy distintos de acceso pleno a la escatología: la puta que conoce el cuerpo, sus torsiones y efluvios, y la monja de buena voluntad que lo mira desde arriba y sublima cada herida como si fuera la llaga del redentor lanceado. Carne, sangre y supuración, una eucaristía doliente entre sábanas blancas. Pídele a tu mujer que se vista de lo que es y te aguarde, apostada sobre una sola pierna, en el recodo anguloso de una triste callejuela. Subid luego a la pensión, regateando el precio, y que haga por dinero lo que no quiso hacer por amor, con condón, después de haberos lavado a conciencia. De los dos hábitos restantes, uno le va mejor a la cara y el otro a la retaguardia. Velo y estola convidan a la postración lactante. La falda izada de las enfermeras invita a espolear el trote bravo de su grupa hasta descargar todo el equipaje de nuestro deseo. Todos los caminos de la pasión pasan por un portal de carne y se coronan con una procesión de incendios imaginarios. Espérame en la esquina que ahora bajo, morena.