Cuando cumplió los dieciséis, mi prima entró a trabajar en una panadería con muy buena prensa en el barrio. Había allí otras dos muchachas tan jóvenes como ella, aunque mi prima gozaba de un envidiable buen humor y de cierta inteligencia natural para reconocer a los propasistas. Se había hecho célebre, en la trastienda, la visita diaria de un anciano que pedía siempre la barra situada en la balda de arriba, con intención de ver encaramarse a las panaderas a una escalerita de pino y echar un vistazo a sus tiernas posaderas. Pero, con mi prima, la maniobra perdió efecto. Al comenzar su turno, guardaba un par de piezas debajo del mostrador y, cuando llegaba el viejo, sólo tenía que bajar la mano y ponerle la barra en las narices. Siempre fui indulgente con aquel cliente lúbrico, porque ya entonces era natural en mí una inevitable atracción por las panaderas y pasteleras de morfología cadenciosa. Sólo un par de años después, escribía mi primer guión, en el que, por supuesto, aparecía una dulce panadera. Y experimenté una profunda delectación al observar repetidamente la panadera de Monceau —primero vista, luego leída— y la descorazonada pastelera de Ritesti. Será que se mezclan en mis apetitos lo visible con lo comestible y lo legible, porque nunca he olvidado la aromática panaderita que frecuentan los vecinos cegados por la niebla en aquel delicioso cuento de Boris Vian. El olor a pan y la melancolía me llegan del norte, pero he pasado todos los inviernos aquí, en este sur orillero, donde la imaginación se esconde reptando en las cloacas y nunca se sabe por quién se agachan a llorar las farolas su luz de almendra. La panadería en la que trabajaba mi prima buscaba siempre el modo de destacar por encima de la competencia y aprovechaba al máximo las fiestas populares para conseguirlo. Por navidades, pusieron varias veces un corralito en la puerta del local. Nada, una vallita con maderos de un metro de altura, tras los que quedaban recogidos algunos corderitos cuyo corazón se aceleraba con el paso de los autobuses, los camiones y las motos trucadas. A pesar de lo bello de la estampa, a mi madre aquello le parecía una crueldad porque en diciembre el frío ya arrecia y, por lana que llevaran encima los bichos, el viento que recorría la avenida tenía —según ella— que notarse. Una mañana, uno de los corderos se las apañó para desarmar el vallado y los animalitos se pusieron a correr acera arriba y abajo, obligando a los horneros y repartidores a seguirles la pista. Cada vez que paso frente a los bares y cafeterías de esta ciudad —sobre todo en invierno— me acuerdo de aquel corralito y veo un rebaño de borregos echando humo por la boca, sin el valor suficiente para saltar la valla y buscarse la vida o la muerte por su cuenta. Pero no me detengo demasiado tiempo a razonarlo. Pensar es andar, quien se para a pensar, pronto ha de notar como se le adelantan las ideas y ya no llegará nunca a alcanzarlas. Por ahí van ya las mías.