El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La tierra de la retranca y los bebés de dos cabezas

Ainhoa Rebolledo Una para las dos— 09-12-2013

Los gallegos con mofletes colorados son niños desequilibrados de metro sesenta. Seres vivos de carne y hueso, carniceros de profesión. Objeto permanente de las concepciones erróneas y objetivo físico de las emociones cristianas que se echan a andar, motivadas por una extraña maniobra turística ideada a mediados de los ochenta pero “con siglos de historia”. Una tradición más vieja que usar internet para insultar y ver porno, intangible pero real. Real como los restos de un apóstol que los gallegos guardan en una urna de la catedral de la ciudad que lleva su nombre. Están ahí dentro. Dicen los gallegos que sus restos están ahí dentro pero si les preguntas: ¿están ahí dentro?, te responderán con su tradicional “bueno”, con su característico extraño acento que les permite decir las cosas más grotescas de forma graciosa y despreocupada. Unir lo místico con lo poético, llorar cantando, sentir dolor y placer al mismo tiempo. Usar siempre las mismas palabras para decir cosas distintas. Eso es ser gallego. Asumir que las noches de tormenta son agradables porque no les queda más remedio para sobrevivir. Los gallegos miran todo con los ojos de Jack Torrance, una mirada de deseo y muerte, mientras caminan silbando por la calle a lo Melvin Udall. Sí, eso es. Jack Nicholson hace de gallego en todas sus películas.

No hay vanidad en los ojos gallegos empañados, ces yeux ne t’appartiennent pas, où les as-tu pris, los gallegos son ballenas envenenadas de ternura. En Galicia llueve mucho, una vez al día, doscientos cincuenta días al año, una lluvia permanente lo convierte todo en un ácido que devora cualquier tipo de resto orgánico al que, si tú quieres, sólo si tú quieres, puedes llamarle vida. Te pido tu opinión de igual forma que espero que no te molestara que antes pusiera una frase en francés que no venía a cuento, pero es que me gusta mucho. Galicia es un infierno húmedo en el que sus habitantes son cualquier cosa menos terrones de azúcar: son magos, son jefes de Estado, son asesinos de gatos sin sentido del humor, todos son respetados hasta el final y mandados al infierno con honores. Siempre y para siempre. Galicia es el oasis del fin del mundo, una estación de servicio al final de la Nacional VI que dispone de todos los elementos indispensables para la supervivencia: agua caliente, magdalenas, marisco, alcohol, columpios, casetes, libros de mierda, tele y tragaperras.

En su casa de Port Lligat, Salvador Dalí tenía un espejo estratégicamente colocado para que el primer rayo de sol le acariciara la cara, mientras se desperezaba, mientras vivía ese primer momento del día en que no se sabe muy bien si estás dormido, despierto o muerto. Dalí quería ser la primera persona del país en sentir la luz del sol, todos los días. Justo en la otra punta, en Galicia, no se llega a sentir el amanecer en ningún momento del día. Siempre está presente la niebla o, directamente, la lluvia, que frena los rayos del sol. La disposición de las montañas tampoco ayuda a ver la luz pero sí a desarrollar delirios de grandeza independentistas que ya le gustaría tener a Catalunya (esas montañas tan grandes, se entiende). Los gallegos pasan de todo, todo les da igual mientras el resultado final sea “que me quede como estoy”. El progreso es el nombre de un periódico de Lugo. Sigo. Por su orientación hacia el oeste, Galicia tiene una buena perspectiva para admirar la puesta del sol. Eso explica la predisposición de los gallegos hacia la melancolía, el pesimismo, la oscuridad, las historias de muertos vivientes. Es decir, que a Galicia no hay que explicarla en cuatro párrafos llenos de mentiras, sino limitarse a comprenderla mientras se escribe un buen guión de cine.

Las verdades religiosas son invenciones del inconsciente colectivo pero Galicia es la representación física de la ciencia-ficción: el centro del desastre ecológico, del desastre marítimo, este desastre y el otro, también el demográfico. El centro del fin del mundo. La destrucción permanente, el resultado de todos los cálculos erróneos, el resplandor de la invisibilidad donde los pocos bebés que nacen, lo hacen con dos cabezas. Lejos de allí, en la civilización, los bebés nacen con orejas para oír, ojos para ver, y otras tres cosas para hacer las otras tres cosas. En Galicia los bebés nacen con cabezas de más: dos, tres, trescientas, las que sean necesarias para poder perderlas con tranquilidad a lo largo de la vida, sin remordimientos. Los padres calculan cuántas serán necesarias según el historial psiquiátrico de su árbol genealógico, y es que, para definirse como persona, no importa tener brazos o piernas sino corazón. ¿Otra leyenda? Soy gallega, siempre llevo wolframio en la cartera. Me han preguntado mil veces de qué color es el caballo blanco de Santiago y nunca he sabido qué contestar. Sigo pensando. Otra tradición gastronómica ancestral gallega, como la queimada, la mariscada o la matanza del cerdo, consiste en invitar a merendar tarta de Santiago a familiares y amigos y coger el cuchillo para cortar la tarta para degollarse ahí mismo. Delante de ellos, de los licores. Del café. Sin azúcar. Se llama “eu quería que estiverades presentes” y causa furor entre los turistas japoneses que, presionados por los ecologistas y un etcétera de activistas, hace tiempo que dejaron de ir a los toros. ¿Quién defiende los derechos del ser humano ante el maltrato humano? Ah. Eso será lo siguiente a legislar. Ah, no. Entonces, ¡qué siga la fiesta en Galicia!

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