Confío en que la onda expansiva no llegue hasta aquí. No sé muy bien cuánto será capaz de reventar, es una suerte no saber de física. Tampoco sé muy bien de qué hay que saber para poder salvarse de la destrucción masiva pero ya sé que no se puede controlar eso que permite ordenar la secuencia de los sucesos estableciendo un pasado, un presente y un futuro: nos dan poco tiempo para aterrizar sobre la tierra, buscarnos una casa, establecernos, plantar el maldito árbol, enamorarnos, casarnos, formar una familia, todo eso. Al tercer pestañeo ya estamos en los minutos de descuento: nos hemos convertido en ermitaños, el arroz se ha pasado, el clítoris muere anestesiado por las goteras, las erecciones dejan de ser frecuentes, la cartuchera se ha vaciado y ya no quedan balas para disparar el ensayo y error. Llega un momento en el que ya no se puede ir por ahí presumiendo en voz alta de haber tomado decisiones vitales completamente equivocadas y sólo nos queda la opción de sentirnos más o menos felices con la derrota completa, con la última desgracia que ya no tiene remedio, asumiendo en silencio que como mucho fuimos pobres ilusos con sueños que en un momento de inspiración alucinógena decidimos vivir exclusivamente de nuestro arte y que ahora, desvelados, doloridos, aturdidos y cansados, vemos que nunca llegaremos a ser genios. Aspirábamos a reyes y nos acabaron despidiendo de nuestro trabajo como bufones de la corte, creíamos que nuestros cuerpos estaban fortificados contra posibles derrumbes creativos y novelas gordísimas de Ken Follet pero ahora nos consideramos la legión de ilusos más orgullosos e intelectuales que haya pisado la tierra. Nos derrotaron y pronto nos comerán: lo que no quieran los turistas se lo comerán los mendigos y lo que no quieran los pobres se lo comerán los cuervos y luego ya no sé qué pasará, algo muy doloroso ¡seguro! No quedará nadie con quien firmar el armisticio cuando nos hayan comido hasta los ojos que tanto leyeron y vieron, que lucieron hermosos, que supieron vivir ataques de risa expulsando lágrimas por la emoción y una vez cocidos a fuego lento en pucheros sobre carbón de encina ya no tendremos forma humana de llorar desesperadamente quemando el miedo. Todo esto lo vaticino desde el optimismo ya que soy demasiado joven como para ser fatalista y considero que todavía puedo pagar muchos platos rotos.
Dice Smog en la tercera canción del A River Ain’t too Much to Love que el negro es todos los colores a la vez y en el cole ya nos habían contado que el azul y el verde están hechos de amarillo y yo añado dos cosas igual de objetivas: que Amarillo es el mejor libro de Félix Romeo y la línea amarilla es la línea más inútil, la que menos usamos, nosotros, los barceloneses. Ayer la cogí por curiosidad –no por necesidad– pero fue picar el billete y que todo el subterráneo me oliera a azufre con gran intensidad. Ya en el vagón, ardiendo, pude asistir sentada al mágico momento en el que un señor mendigo (que llevaba una caja con trescientos mecheros en la mano izquierda y diez paquetes de kleenex comprados en el DIA% en la derecha) cometía un error de estrategia en su personal branding al conseguir sujetar toda la mercancía con una sola mano para consultar las notificaciones de su Samsung Galaxy S6 justo antes de iniciar su cándido discurso (que nadie escuchó) sobre cómo había malgastado todas sus balas para disparar los ensayos y errores. Sus palabras fueron una musiquilla deliciosa sobre la que pensé que la línea 4 era un conflicto de conflictos que dejábamos usar a los guiris que bajan desde el Parc Güell a la Barceloneta, al millón de modernillos madrileños que asisten al Primavera Sound y a los turistas en general. Ahora escribo que la estación de Verdaguer antes se llamaba General Mola, el tramo más antiguo de la línea transcurría entre Passeig de Gràcia y Jaume I, entre Jaume I y Barceloneta antes había una estación que ahora es un fantasma y siempre he tenido la sensación de que el metro está a punto de descarrilar entre Barceloneta y Vila-Olímpica. Además, le leí a Quim Monzó que la megafonía comete errores en catalán anunciando Jaume Primer y luego Alfons Deu (en lugar de Alfons Desè): al primero lo nombra bien en ordinal y al segundo mal en cardinal pero ni sé tanto catalán, ni soy Charles Bronson, ni Barcelona es mi Claudia Cardinale así que por mucho que me empeñe mi partida no será el final de Once Upon a Time in the West: Barcelona no me mirará compungida mientras me susurra I hope you’ll come someday y yo no responderé fríamente Someday! antes de marcharme en AVE con Ennio Morricone en el hilo musical y el público catalán deshecho en lágrimas.