El otro día quise llegar a Madrid a través de la estación de Príncipe Pío como en la autobiografía de Rafael Azcona: con una única muda de repuesto, los bolsillos vacíos pero cargada de ilusión por la literatura y dispuesta a dejarme morir de hambre con tal de convertirme en una escritora que se pasara las noches tecleando en una Olivetti prestada de color rojo desde una pensión de mala muerte con nada más que una bombilla, un montón de parejas gimiendo en las habitaciones contiguas e ignorando las amenazas de desalojo diarias por parte de la dueña rechoncha de la pensión Aguilar pero el AVE me dejó en Atocha con una Samsonite gigantesca llena a rebosar de ropa del Primark y tuve que coger un taxi hasta la casa del barrio de Salamanca que me están prestando desde hace unas semanas. Bueno, no se puede tener todo en la vida. Salí de la estación sin mirar el mapa, saqué el móvil del bolsillo del abrigo, mandé un par de tuits que yo consideré chistes y retuiteé otras chorradas a la altura. A los pocos minutos, ya subiendo la calle Alcalá en taxi y antes de girar en Príncipe de Vergara, el @CafeGijon me dio un favorito al tuit de (sic) “Dónde queda el Café Gijón? He venido a Madrid para cumplir mi sueño” y yo sentí que eso era el equivalente a entrar empapada por la puerta de ese café, pedirme algo en la barra mientras me quitaba la gabardina y que Francisco Umbral se me acercara, me saludara tímidamente mientras yo me recolocaba el flequillo con los dedos y me susurrara al oído que olía a nenúfar. Ya sé que sólo se puede susurrar al oído así que claro que Umbral lo hizo acercándose muchísimo. Hasta aquí mis experiencias personales en las tertulias del Café Gijón, por cierto que el título de este texto es una respuesta que escribió Camilo José Cela en un diálogo de Mrs. Caldwell hablando con su hijo y la pregunta era: ¿Algún día podremos cogernos las manos a la luz de la incierta luna, para decirnos al oído brevísimas y excitantes palabras de amor, como trópico, por ejemplo, o labios, o perla dorada, o pelusilla? Muy bien, yo creo que sí, querido dependiente de El Corte Inglés.
Luego estuve dando vueltas a la ciudad y al hecho de que Francisco Umbral no se apellidara Umbral y decidí que todo lo que pasara en la cuarta parte de El Corte Inglés de Serrano un domingo a las siete de la tarde me parecería bien. Llegué ahí después de cruzar Chamberí comparándolo fonéticamente con el Eixample pero las calles eran distintas, tenían otra melodía, eran más cortas, estaban más oscuras, las cafeterías eran réplicas modernas del Café Comercial de la Glorieta de Bilbao: todas tenían grandes cristaleras y desde la calle se podía ver perfectamente lo que pasaba dentro. Por supuesto, no pasaba nada, nunca pasa nada, salvo cuando hay seis hipsters en una mesa y sólo quedan dos trozos de tarta de zanahoria en la barra. Crucé el passeig de la Castellana y me metí en ese Corte Inglés: estuve dando vueltas por la sección de ropa para bebés y escuchando el disco Fracasados de Tarántula –cortafuegos de los cráneos– con la ilusión de que algún dependiente con cabeza detectara mi desorientación, me saludara y colmara mis deseos preguntándome lo que quería, lo que deseaba, lo que anhelaba, lo que buscaba. Por supuesto, no fue así, las ilusiones nunca se convierten en hechos consumados. Nadie estaba pendiente de mí, nadie me preguntó nada, así que seguí dando vueltas mirando perchitas para ropita de bebé con ojos de forastera y el reloj biológico perfectamente anestesiado hasta que me acordé de que la clase obrera es el único lugar del que pueden salir héroes. Salí de ese Corte inglés que en teoría es igual que todos los demás pero en la práctica, no es así, es mucho peor.
Como decía, salí de ese Corte inglés, seguí caminando sola y en silencio, controlando mis pasos y mis sentimientos con una capacidad racional que rozaba lo inhumano, racionando estrictamente las emociones sin decidirme a lanzarme por el tobogán de hambrientos que probablemente me llevaría a un final feliz, un triple salto mortal con pirueta del que caería con un par de huesos rotos o rompiéndome directamente el cráneo. Sé que si tuviera más dinero, caería siempre de pie pero me da igual porque el cuerpo no importa en absoluto, sólo el alma y es la esperanza lo único que puede abrigarla para que no se pudra de humedad y desilusión. Menuda frase me ha salido, lo siento. En el fondo, me disgusta saber que nunca terminaré de leer todas las combinaciones de palabras que escribió Umbral usando el diccionario que todos tenemos en casa y que ni siquiera puedo aspirar a imaginar que podré escribir como él. Nunca tendré el dinero suficiente como para terminar mi novela (la novela que siempre estoy escribiendo) y empezar otras veinte en un ático con terraza, armarios empotrados, chaise longue, una tele de la hostia, calefacción en invierno, vida social en primavera y aire acondicionado en verano como viven los grandes escritores de los 80 como Javier Marías, Eduardo Mendoza, Almudena Grandes, Arturo Pérez-Reverte, esa gente entre los que he tenido que omitir a Maruja Torres a propósito. Sin embargo, ya casi tengo 30 años, nadie hablará de mí cuando pasen otros treinta y sé lo que no quiero.