Hace tiempo que sólo soy feliz cuando tengo una cerveza en la mano y últimamente estoy tirando demasiado del whisky sin hielo, de la VISA, de los acantilados del Atlántico, del prefijo 91 y de las drogas de farmacia que neutralizan este dolor que no puedo enseñar del todo bien a mis amigas catalanas porque no tengo heridas visibles en la piel y quién no tiene ojeras a partir de los treinta. ¡Qué te voy a contar sobre tener 27 años y querer quemar Barcelona! Saber que toda esa gente que va a la fiesta del cine sólo podrá apreciar tu obra literaria –sobre todo la inédita– cuando no llegues a cumplir los 28 por culpa de (o más bien gracias a) una muerte dramática autoinfligida y alguien de prestigio te dedique una necrológica maja en El País un par de días después. Por cierto, me gustaría mucho que me la escribiera Javier Pérez Andújar así que ya sabéis, cumplid mi último deseo y cuando salga mandadme un ejemplar al infierno, código postal 28001.
En parte, echo de menos los largos inviernos que solía sobrevivir hasta hace unos años: los meses de octubre a marzo cuando dormía todos los días en la misma cama y sólo tenía dinero para beber latas de cervesa-beer y podía pasar horas hablando de literatura, de la historia de la literatura, de si de verdad Víctor Manuel Martínez García, Julio Fuertes Tarín, Pope y yo formaríamos parte de la historia de la literatura, de música, de la música que hacían mis amigos que hacían música, viendo exposiciones en el CCCB, comprando libros en La Central del MACBA, comiendo pasta con tomate, ese tipo de cosas sin 3G que no necesitas que nadie te refrende. En esa época siempre estaba hablando, escribiendo o buscando discos nuevos, todos los 2 de noviembre empezaba a releer Los detectives salvajes, nunca le pedía permiso a nadie para hacer nada y era tan pobre que podía dejar mi casa de Poble Nou ventilando todo el día porque hacía más calor fuera que dentro. También, la ventana del baño estaba rota y sólo me acordaba de que tenía que arreglarla cuando entraba o salía de la ducha pero en el fondo me daba igual porque yo ya sabía que el invierno en Barcelona era de mentira. Ahora vivo en la zona alta de la Diagonal, tengo calefacción central, doble cristal, persianas eléctricas que suben o bajan si doy una palmada, leo mi nombre en la última lista del premio Herralde y además me concedo un montón de caprichos inútiles que no me hacen feliz pero que una vez financiados todavía me dejan con dinero más que suficiente para comprarme todo el Prozac® necesario para salir de casa sonriendo todas las mañanas sintiendo que la vida en Gràcia es un remanso de paz y felicidad infatigable.
Ahora sé que Barcelona entera es de mentira, no sólo su invierno. Estoy pagando todas y cada una de mis reacciones violentas e impulsos románticos y ya no me puedo permitir según qué estímulo. Estoy viajando mucho –quizás demasiado– y para aumentar la diversión voy quemando las naves, las veo arder pero me subo a ellas una y otra vez para dar un nuevo giro de 360º. Intento ir Pateando paraísos como Arrabal, voy con una bolsita de cianuro colgando de una gargantilla como los espías durante la Segunda Guerra Mundial. Me meto en el baño del AVE con la intención de secarme las lágrimas para consolarme pero pego un nuevo giro y me trago el veneno a la altura de Tardienta. Lo siento, ya no escribo cartas de amor porque me limito a mandar whatsapps, los diálogos profundos los desarrollo usando emoticonos. No tengo tiempo para hostias, ni siquiera para tumbarme sobre mi cama y llorar dramáticamente sobre mis sábanas de IKEA mientras mis doscientos libros me miran desde el suelo. Tampoco sé qué está saliendo bien y qué está saliendo mal exactamente, por qué razón debo alegrarme y por qué motivo debo llorar pero Cela ya escribió cuando estaba vivo que no hay mal que por bien no venga y aquí el que resiste gana. Ahora sé que tengo que portarme bien y si no lo consigo tendré que tener cuidado porque cuando creo que sólo estoy corriendo probablemente esté corriendo peligro. Sé que se puede oír mi corazón latiendo a mil por hora desde la calle, desde cualquier calle de Barcelona, desde cualquier estación de metro de la línea 5. Otra cosa es que alguien se pare a escucharlo y yo pueda usar tranquilamente el adjetivo impertérrito. Yo qué sé, en portugués dictadura se dice anti-democracia y hasta que llegue el momento de Javier redactando mi necrológica, me gustaría poder seguir usando las palabras que me dé la gana.
Hasta este otoño, hasta el último descarrilamiento, yo era una mujer encantadora, conversadora y cariñosa pero muchas veces me ponía insoportable. Sabía cuándo era insoportable pero entonces no hablaba con nadie, me ponía a escribir, me tiraba a la piscina del carrer Perill o me encerraba en la Filmoteca de Catalunya todo el tiempo que considerara necesario. Una de las últimas cosas que hice antes de ponerme la gabardina, vender mis doscientos libros y cerrar la puerta al salir, fue ver una película de terror en el festival de Sitges (creo que se llamaba La Maniobra de Heimlich o algo así) donde salía Lucia Etxebarría diciendo chorradas, donde también salían escritores hablando –pero no recuerdo sus nombres– o tuitstars como @QuimMonzo, quien pestañeaba todo el rato mientras le preguntaban eso de ¿puede ser feliz un escritor? Y ahí, en ese preciso instante de verdadero pánico, nuestro Quim cerraba solemnemente los ojos y en los subtítulos leía que decía algo así como sí, puede que haya escritores felices pero yo no conozco ninguno. Ademas, si son felices su prosa no será buena. Yo dije mierda pero no añadí más comentarios. Respeto mucho a los zombis, a los locos de Barcelona que dirigen orquestas imaginarias y los concursos de talentos donde salen faquires magrebíes. Pero ya no puedo más, amics.
La base de la literatura no es el esfuerzo ni el talento sino el desamor, el desasosiego, la angustia interna, el yo le quiero pero. No tiene sentido escribir sobre lo feliz que está uno porque para eso se inventaron el Instagram, los hashtag #luv #Boyfriend #vibes #smile #yeehu y las selfies con las amigas en el espejo del baño del Apolo. Una imagen vale más que mil palabras y por eso nadie (me incluyo) es capaz de escribir diez líneas seguidas sobre la felicidad que siente. Las gentes salen tan felices en las redes sociales que no parece que la vida de los españoles esté transcurriendo en el apocalipsis, no me olvido que la felicidad es como el hipo y se va con un buen susto. Yo no sé si soy buena escritora –me da igual– pero sé que soy una cuentista que se pone muy contenta cuando está tan triste que no puede caminar y se sienta a llorar en un portal de la calle Bailén esquina Provença hasta que vienen los Mossos d’Esquadra a preguntarle noia, que et cal. Qué bonito, ¿verdad? Mira, la mayoría de los Mossos son hinchas del Real Madrid y si están ahí es porque no aprobaron la oposición de Policía Nacional. Es improbable que me encuentren llorando dramáticamente y se dirijan a mí en ese dialecto del latín que tanto dolor de huesos le produce a España. Ahora en serio, lloré en ese lugar exacto y no pasó nada. En el fondo sé que si estoy triste puedo llamar a cualquiera y desahogarme (¿quién no tiene llamadas gratis en el móvil?) o meterme en un bar y ahogarme en alcohol pero sé que así sólo externalizaría y alargaría la agonía, dejándola pululando y contaminante. Personalmente, no soporto a la gente que le preguntas ¿qué tal? y siempre te responde mal. Ya lo hice saber en su momento, por eso nunca nadie me llama por teléfono cuando está triste, por eso no estoy llamando a nadie estos días. Escuchad, amigos y desconocidos: la única forma de quitarse la angustia es escribiéndola hasta el final, describiéndola en largos párrafos llenos de metáforas. No vayáis por ahí jodiendo al personal con vuestras mierdas, sé que sólo sonreís para la foto. Yo siempre me cuento las angustias (que no son pocas) a mí misma. Me cuento una y otra vez mis preocupaciones mientras me ocupo de ellas hasta que termino de pensarlas y me doy cuenta de que no son angustias sino chorradas, invenciones de mi cabeza que sé que si me las guardo dentro, si no las cuento, no cuentan. Vale, voy a tomarme otro Prozac®. Estoy cansada, tengo las tripas rotas y ni siquiera he pasado 10.000 días sobre el planeta Tierra.