Bajaba yo el otro día por la calle Villarroel escuchando en bucle la canción de Eels de That Look You Give That Guy cuando vi a un señor que subía y bajaba la cuesta en zigzag al ritmo de la melodía de la Pantera Rosa. En ese momento pensé que o bien el señor se me mataba ahí mismo o bien el Eixample se convertía definitivamente en el escenario de un musical y en los bises el señor se me arrancaba con una sonrisa forzada y un Mi canción es para ti de Manolo Escobar. Contemplar cualquier otro tipo de posibilidad me pareció innecesario y por eso me limité a dejar que mi imaginación se desbocara porque realmente no estaba viendo nada. Él tampoco me veía así que llegamos a la conclusión, los dos, sin hablarlo, de que él era un hombre ciego y que yo no tenía permiso para decir nada. Yo, que en realidad soy muy observadora y mi curiosidad siempre es más fuerte que mi discreción, lo adiviné por su mirada y no por el bastón, que no llevaba. El hombre iba sin bastón (lo repito para que se vea claro) pero cargado con muchísimos libros y sé que no le importó lo más mínimo que yo le estuviera mirando. Yo en su situación —sin ojos útiles, acunando libros inútiles— ya me hubiera matado antes incluso de tropezar. Me lo crucé mientras yo escuchaba el disco de “Hombre Lobo” de Eels y buscaba una librería de segunda mano para encontrar libros para leer y es que la crisis nos ha llevado a límites catastróficos en los que las mesas de novedades de las bibliotecas están llenas de libros de quinta mano con dedicatorias importantes pero que ya han sido descatalogados por sus respectivas editoriales. Bajaba yo por Villarroel para dejar de lamentarme, por dar un paseo, abrir la ventana de mi casa, ventilar, remover el aire que hizo crac hace tiempo y dejar que la alegría me envenenara. ¡Me encantaría que mis problemas se solucionaran con caricias y que no me hiciera falta dormir abrazada a un kalashnikov! Mis problemas no son graves pero son molestos, no duermo mucho últimamente y eso me duele. Ojalá los problemas no se —me— quedaran siempre a medio resolver, que no se fueran sustituyendo sin que me dé cuenta y que mi capacidad para salir adelante deje de decepcionarme. ¡Menos mal que el otoño está siendo de mentira en Barcelona! ¡Menos mal que las exclamaciones son gratis y puedo poner las que quiera! Y, menos mal, también, que la luz entrando por mis ojos me hace sentir un cosquilleo que me remueve las retinas y las vísceras haciéndome sentir bien, disparándome las ganas de practicar ante el espejo las frases y sonrisas que regalaré a la cámara del telediario cuando el mes que viene me toque el gordo de Navidad. Todo es “más bien” que “menos mal” pero sé que no hay bien que por mal no venga. Ahora, en mi casa, cierro los ojos para empatizar con el ciego que vi subir y bajar en zigzag, sin bastón pero cargado de libros, por la calle Villarroel y yo con los ojos cerrados, tarareando Prizefighter de Eels, alucino y veo a Santa Lucía y me muero de horror al pensar que hace años que me hubiera muerto si fuera ciega. Después abro los ojos y me creo una vidente.
El hombre de bien que subía y bajaba la calle Villarroel en zigzag al ritmo de la melodía de la Pantera Rosa iba a regalar sus libros a la librería que yo estaba buscando, porque sus libros eran de papel y sus títulos no tenían una terminación de tres letras, —punto rar, punto pdf, punto rtf— y tampoco disponían de esa aplicación que Google inventaría en 2075 para traducir al braille las novelitas impresas en papel biblia. Sé que iba a regalar sus libros porque ya lo hizo: mientras escribo esto, ya vi al señor, ya lo seguí, ya lo perseguí, ya fingí que fingía, ya lloré por este pobre hombre ciego más de lo que lloró el esnob de Borges cuando se quedó sin ojos y fue nombrado director de la Biblioteca Nacional; ya hablé con el ciego, ya le intenté contar mi vida, ya me dijo eso de “Y ahora las estrellas están brillando en todo su esplendor y los videntes gozan de su espectáculo maravilloso. Esos mundos lejísimos están ahí, tras los cristales, al alcance de nuestra vista, si la tuviéramos” y ya me puse la mano en el pecho antes de aplaudirle solemnemente.
¡Pobrecitos! ¡Los ciegos! ¡Insensibles a casi cualquier manifestación artística! ¡No pueden admirar el cuerpo de una mujer! ¡No pueden ver la belleza pero sí que sienten la atrocidad! ¡No pueden contrastar sus pensamientos con imágenes! ¡No pueden distinguir los colores! ¡_Voyeurismo_ es una palabra muy rara! Los pobres se desplazan siempre atentos, con los ojos abiertos, como arrastrados por las olas, persiguiendo sombras sin metáforas, paisajes que se repiten con belleza poética ¡Y una mierda! Los ciegos no me dan ninguna pena. Los ojos sólo sirven como herramienta de tortura para obligarte a ver cómo te mueres, y ellos lo saben. Siento envidia: los ciegos fueron los protegidos de Franco y es que después de la guerra civil había más hombres ciegos pululando que hombres sin más, así que Franco hizo lo imposible por satisfacer a ese ejército de cascarrabias inculcándoles una adicción al juego que fueron contagiando a cambio de dinero siempre con carácter humanitario. Hoy en día los ciegos siguen vendiendo ludopatía bien vista de la misma forma que una madre se desnuda para poder alimentar a su bebé. Ahora, los ciegos son los que más odian a la especie humana, viven en la periferia de la civilización y disponen de una ira superior al apogeo del Tercer Reich. Ira que usarán contra ti, amado lector humano, con la fuerza de mil bombas atómicas concentrada en un bastón (que no siempre llevan) cuando menos te lo esperes.
Pienso en todas las cosas que hago a lo largo del día con los ojos y soy consciente de que prescindiré de la mitad a la hora de escribir mi autobiografía pero pienso también en los ciegos que no pueden usar sus ojos, que ni siquiera pueden ver cosas bonitas mientras sufren, mientras caminan y fuman, mientras sólo caminan y sólo fuman, mientras les cuentan las películas y les leen los libros, mientras esperan que el dependiente les atienda, no quieren ni pueden comprar nada, ya no son independientes, ahora sólo les queda regalarlo todo.