Una noche mis amigas llegaron tarde al bar donde habíamos quedado porque se entretuvieron mirando y admirando a un mendigo. “¿Qué tendría dentro de la cabeza?” “¿Contra qué estaría luchando?” Mis amigas siempre abiertas a una depravación nueva, y es que todas las historias deberían partir de una realidad urbana y épica como esta. Sí, ya sé que no se entiende, pero ¿desde cuándo eso importa? Lo importante es escribir, inventar frases, corregirlas y ordenarlas de forma que resulten bonitas.
Volvamos a mis amigas. Y es que según ellas – siempre es “según ellas”, la realidad suele mantenerse callada en los acontecimientos – el mendigo era muy guapete y por eso dedicaron cinco minutos a contemplar la posibilidad de que una de ellas se lo pudiera instalar en casa de forma permanente. Al final, con un mayestático “pensémoslo bien” que en realidad significaba “no lo hagas” consiguieron que nuestra amiga asumiera que era injusto que, ocultando un capricho sexual tras una dudosa responsabilidad moral, secuestrara a un mendigo por un motivo tan impulsivo e irracional como es enamorarse. El hecho de que mi amiga hubiera fracasado infinitas veces desarrollando este tipo de relación humana no significaba que estuviera condenada a fallar siempre. “Si la vida fuera como en las películas, no estaría aquí con vosotras en esta terraza sino que ya me hubiera llevado al mendigo a casa y después él me llevaría al altar.” Mi amiga no utilizó la palabra “mendigo” cuando me dijo esto, utilizó un sintagma nominal muy rebuscado que ahora no recuerdo.
Yo, que siempre me siento mejor cuando el sol brilla, sobrevivo últimamente a una sucesión permanente de esfuerzos, fracasos, planes complejos, fracasos, esfuerzos, fracasos, planes complejos que abandono a la mitad, sigue escribiendo tú que yo no puedo más, pero tengo la esperanza de que el mundo recupere pronto sus cortesías y atenciones (que de vez en cuanto me den los buenos días es un elemento extraño que descuadra mis teorías) y llevo semanas mandando mensajes telepáticos de esos que nunca llegan, haciendo fotos con una cámara polaroid que no tengo y decepcionándome al ver que en las fotografías se ve lo que he fotografiado un minuto antes y no lo que a mí me gustaría ver. He perdido la esperanza de que algún día se demuestre que todo lo que veo es una fantasía de mi mente y es que la mayoría de las personas me decepcionan como seres humanos, “¿en qué sentido?”, soy una niña, no me preguntes chorradas.
Cuando tenía tres años no sabía muy bien qué esperar de la vida, sólo me dedicaba a comer, cagar, dormir y jugar con valentía, día tras día. Esta aparente seguridad en mí misma me duró hasta que me enseñaron a leer y a escribir, me expulsaron de la felicidad analfabeta como se echa a un borracho de un bar: con dificultad y mucho empeño pero con resultados satisfactorios para todos (menos para el borracho). Me dijeron que tenía que usar mi mano derecha para escribir pero yo era zurda, una discapacidad física completamente aceptada en el siglo XXI (no tanto como la miopía o el astigmatismo) pero no durante mi infancia. Así que, a medida que fui aprendiendo a escribir más y más letras, más y más palabras, más y más frases, se fueron desmoronando piezas cada vez más grandes de mi ilusión y desde entonces siento una adoración romántica por la derrota que algunos denominarían resignación. Pienso que es necesario haber luchado y pasado hambre en algún momento, preferiblemente al principio de la vida, para llegar a algo después, muy al final. Y de repente recordé lo feliz y abundante que había sido mi infancia, así que en un giro inesperado de los acontecimientos acompañé a mi amiga para que pudiera rescatar a su mendigo.
Hoy en día, con la expresión “crimen pasional” perfectamente arrinconada en la literatura, las mujeres sólo vamos a la cárcel para cumplir condena por tráfico de drogas o parricidio a pesar de que cada vez estamos más y mejor insertadas en el mercado laboral. Cerca de mi oficina tengo fichadas a tres mendigas – que, por supuesto, me ficharon ellas a mí antes – que a simple vista parecen desvalidas pero que si te acercas un poco y las escuchas descubres que manejan un nutrido vocabulario de insultos. Yo sé que para poder insultar de forma dolorosa y eficaz primero hay que estudiar a conciencia los puntos débiles del objetivo a derribar para luego insertarlos convenientemente en la frase acusadora, así que a lo máximo que pueden aspirar estas mendigas en caso de que no les dé lo que me piden es a maldecirme sin más. Yo no soy supersticiosa así que no creo en Dios, esa figura que nunca sé si se escribe con mayúscula o minúscula pero que fue creada para convencer a las personas de que existe una mano invisible que en teoría te acaricia el alma, pero que en la práctica está todo el rato vigilándote para poder castigarte con ira si haces algo que no le gusta – como por ejemplo acariciarte el cuerpo –, y es que sus gustos nunca coinciden con los nuestros. Existen personas que se han pasado toda la vida rezando y contentándole pero al final de sus días les entra un miedo que ni un psiquiatra les puede quitar. A pesar de que no tengo miedo, no, no tengo miedo, no es que no confíe, no es que desconfíe tampoco, pago religiosamente ese impuesto revolucionario que me exigen todos los días mis amigas las mendigas cuando voy a tomar un café después de comer porque soy consciente de que esa pequeña donación me ayuda a hacer la digestión y protege mi alma de arder en el infierno.
Desde el punto de vista de la política internacional, los mendigos son patriotas a pequeña escala. Vivir en la calle es peor que estar en la cárcel porque al menos, cuando te encierran, ya te dicen la tarifa, sabes cuándo sales y puedes ir contando los días, los años, pero en la calle estás a la merced del espíritu de supervivencia (que, por cierto, no deja de repetirte “ya veremos”), y es que el mundo se divide entre los que fracasan y los que no, el mundo es de los que tienen dientes y yo, que siento una adoración romántica por la derrota, prefiero a los héroes, a las personas de definición dudosa en el diccionario del éxito. Una vida tranquila repleta de derechos básicos protegidos por la Constitución (como una casa y una familia feliz) es la forma que tienen los fracasados de autojustificarse ante la sociedad, así que mi amiga y yo caminamos pero cuando llegamos a la calle donde estaba el mendigo vimos que había huido.