Empecemos por lo de los gatos, por lo sencillo, con una entrañable E mayúscula: los gatos empatizan con todo el mundo: sólo quieren que les alimentes y les acaricies —no se diferencian tanto de las personas humanas— y les da igual quién lo haga mientras alguien lo haga —sin controversia. Los gatos me caen bien, a—ti—también—te—caen—bien, mientras no tenga ni tengas que recogerles las cacas, llevarlos al ginecólogo de gatos, convertir tus dedos en su esfínter, esas cosas.
Es importante saber identificar a un gato. Distinguirlo, pongamos, de una mesa, un televisor, ¡de una rata peluda gigante! YO, para evitar confusiones, intento llevar la foto de un gato en la cartera. Así, cuando tengo dudas, la miro e intento compararla con lo que estoy viendo: si la imagen de mi cartera y la imagen de mi realidad inmediata guardan ciertos parecidos, es que estoy delante de un gato. Hasta aquí todo bien, ¿no? Ahora, descarrilemos.
En cambio, no resulta tan fácil identificar a un psicópata, no se puede llevar una foto de un psicópata en la cartera y comparar. No hay dos psicópatas iguales, hay muchos tipos de psicópatas (estoy repitiendo demasiado la palabra psicópata pero es que es muy importante retenerla—en—la—retina). Todos los psicópatas son especiales, inigualables, irrepetibles, insufribles y todos son capaces de marcarte de forma personalizada y duradera.
Los cerebros de los psicópatas adultos presentan electroencefalogramas (esas líneas tan simpáticas que representan las descargas eléctricas de la corteza cerebral, viva la ciencia) con elementos similares a los de un joven emperador de seis años y medio, un aprendiz de Napoleón, un, aquí estoy YO. Los psicópatas gustan de exaltar su propia personalidad, de ser excesivamente autocomplacientes, sienten satisfacción infinita al contemplarse en su espejo imaginario —negando la realidad—, tanta floritura de grupos adjetivales para decir que son unos imbéciles malvados, como los gatos. [Apunto] Por eso cuatro de cada tres psicópatas tienen gato: gustan acariciarlos y dominarlos. [Disparo] Por eso a los psicópatas macho les gustan tanto las gatas hembra, jóvenes e inocentes. Las crían desde bebés (las alimentan con jeringuillas o ridículos biberones como tratando de disimular con ternura que las han apartado cruelmente de la teta de su madre) y las dejan crecer felices durante unos meses hasta que las jóvenes e intrépidas gatas sufren su primer celo: entonces las observan, impasibles, desde su trono de pequeño Napoleón, las oyen maullar lastimeramente sin sentir lástima, las ven restregarse contra el suelo (como si tuvieran en su cocina a dos chicas peleándose en el barro) para su disfrute y así dejan pasar las horas, los días, las semanas, los meses, mientras su gata se retuerce, gime y sufre ante él, pero es su gata, y (así) la quiere.
Gatos, sí, psicópatas con gato, no.