Nuestro amigo Adolf Hitler, zurdo y pintor frustrado, cuando ya no se entregaba a ningún placer artístico salvo el de dominar el mundo, dijo de los españoles que éramos unos vagos. Cito cita: “Los españoles son una pandilla de golfos. Miran el fusil como un instrumento que no debe limpiarse bajo ningún pretexto. No ocupan sus puestos o, si es así, lo hacen dormidos. Cuando llegan los rusos, los nativos tienen que despertarles. (…) Extraordinariamente bravos, duros ante las privaciones, pero salvajemente indisciplinados”. Fin de la cita. Algo bueno tendría que decir de nosotros, ya que Adolfo envió a la División Azul a la primera línea del frente de Stalingrado, donde estaba la verdadera fiesta, donde el pis salía congelado, donde la caca te rompía el culo, donde nunca pasaba nada bueno; espera, este párrafo descarrila.
Aquí deberíamos aprender de las luchas perdidas, como lo haría un buen alemán en los años treinta. Ir más allá, poner cara de alegría, pegar cuatro gritos, abrir una botella, exhibir las medallas que nunca nos merecimos fingiendo que habíamos ganado guerra. La calle ¡libre del ejército enemigo! Dicen que ya pasó todo, que ya terminó, así que ahora yo pregunto, ¿de dónde vinieron?, “de la noche, desde el sur”, me contestan, y luego, ¿adónde se fueron?, “no, no, no, se quedaron. Aquí”. Seguimos siendo enemigos de nuestros enemigos y en 2013, sumergidos en un lamentable caos ideológico, nos seguimos escondiendo en el metro durante los bombardeos, donde nos echamos a dormir pero ahora no estamos dispuestos a arriesgar la vida por nada. La cobardía y la pereza son la base esencial del español contemporáneo, aunque Adolfo dijera lo contrario para excitarnos. El final de los nazis fue un final y fue wagneriano, los nazis se fueron a la horca y a las películas. Aquí, fueron de la cama al mausoleo y a otros sitios. Aquí se comenta algo, en alguna película subvencionada pero nunca en los bares (sólo a veces en casa) y todavía no estamos completamente de acuerdo a la hora de afirmar qué bando fue el sublevado.
Intentando averiguar por qué se comentaban poco y mal las batallitas de la guerra civil, me di cuenta de que era por su falta de épica. ¿Qué película de superhéroes se podría rodar a partir de una pelea de vecinos mal armados que disparaban con un cigarrillo en la boca? La Segunda Guerra Mundial fue un ataque a la humanidad épico y literario: los nazis atacaban con una combinación perfecta de instinto, ciencia y precisión.
En la Segunda Guerra Mundial todo era poético: a la invasión de Polonia la denominaron “Guerra relámpago”, a la de Dinamarca y Noruega “medida de protección”, una vez invadida Francia, lo que quedó de pie fue una “alianza franco-alemana”. Hitler, ese fenómeno alemán de la lírica. Aquí las batallas tenían nombres obvios y estúpidos, que si Brunete, que si Belchite, que si Jarama… Un momento, qué dices de Hitler, ¡si lo primero que hizo fue quemar libros! Además, fueron los periodistas americanos los que les pusieron esos nombres. Bueno, quizás, pero llamarle “noche de los cuchillos largos” al hecho de cargarse al enemigo político o “noche de los cristales rotos” a la quema de sinagogas fue una perfecta dramatización nazi de la sangre. Los alemanes le dieron un giro poético a todo, incluso a los bombarderos: los llamaban “tiburones volantes”. Aquí, a los cazas rusos los republicanos los llamaban “chatos”, y los franquistas, “ratas”. Sin más.
Adolfo, con una permanente disponibilidad al suicidio, montó un numerito al terminar la guerra en un búnker, en el centro de Berlín, donde ahora hay un horrible descampado que sirve para aparcar coches. Ninguna placa. Sí, como el valle de los caídos pero en alemán. Aquí, Franco estaba enfermo de faringitis el día que ganó la guerra: se levantó de la cama y se limitó a añadir una corrección de estilo al parte de guerra de ese día, que era: “En el día de hoy, después de haber desarmado a la totalidad del ejército rojo, han alcanzado las fuerzas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1 de abril de 1939. Año de la victoria”. Franco lo corrigió, le dio un poquito de flow empezando el parte con un “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo”. Pues sí, sí que somos unos vagos (y Franco, un cobarde) pero me enternecen estos detalles literarios.