Hoy han vuelto a fumigar y traigo la cabeza plomiza, anubarrada, como suspendida en la boca de un volcán que bulle en andanadas de azufre. Así que os hablaré sentado aquí, procurando no tener que utilizar más pizarra que estas hojas. El gramaje es excesivo, lo sé, como si alguno de los botarates de dirección pensara que semejante grosor dota de peso a los escritos. Ni siquiera sirven para fabricar aviones. ¿Quién de vosotros se atreve a construir uno que atraviese el aula de una volada? ¿Nadie? Podéis utilizar vuestros folios si lo preferís, seguro que son más livianos y fiables. Ninguno se anima, ¿es eso? Lástima, pintaba bien este grupo, parecía inquieto, laborioso, creativo. Pero nada de nada… Vamos, apagad los ordenadores y fijad la vista en mis manos. ¿Veis? Hay que doblar la hoja justo por la mitad y luego hacia dentro, así y así. Es importante afinar el pico y aplanar un poco la cola. ¿Alguno se decide? ¿No? Continuaré solo, entonces. Los flancos mejor doblarlos de esta manera. También es importante saber por dónde agarrarlo para darle mejor impulso. Si lo sostenéis por delante, lo más probable es que se vaya derecho al suelo como un pájaro muerto de una pedrada. Y por atrás, tres cuartos de lo mismo. Éste es el punto idóneo, se pinza con las yemas de los dedos, sin perder la horizontalidad a pesar del balanceo. ¿Veis? Uno, dos, tres y… ¡A volar! ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Gira! ¡Gira! ¡Agáchate, picha! ¡La hostia! ¿Tenía o no razón? Y con un papel más fino habría volado el doble… ¿Pero vosotros bombeáis sangre u horchata? Ni que os estuvieran dando un curso avanzado de papiroflexia. ¡Menos morros y más corazón, muchachos! Que esto es vida, poesía, barrunto… ¿Sabéis cómo conocí a mi chica? Al primero que vuele un avión se lo cuento con pelos y señales. Mira que bien, ahora tenéis todos dedos, ¿no? Menuda panda de repollos sinvergüenzas estáis hechos… ¿A eso le llamas tú volar, macarrón? Y tú, ríete, que si lo que has hecho es un avión, mis cojones treinta y tres y tu padre ermitaño. ¡Pachorras! ¡Manducones! ¿Eh? ¡Hombreeeeeee, Menchaca, esa sí ha sido buena! Ya era hora de que dieras el do de pecho. Mustio, alicaído, pero vuelo al fin y al cabo. Ven para acá. Y los demás ya estáis recogiéndolo todo y os largáis al bar, a la sala de estudio o al rincón del porro, pero aquí sólo se queda Menchaca, que todavía tienen que fundir el plomo que me impida cumplir una promesa. ¡Vamos! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Tú, cierra la puerta! Así me gusta… Lo que te decía, Menchaca, a mi chica la eligió el papel, no yo. El día que la puse en un trance igual a éste, mientras todos plegaban y replegaban la hoja para sacarse un avioncillo de la manga –aquellos eran otros tiempos, no sé si mejores-, ella fue la única que, al levantar la mano, hizo brotar un barquito. Fue aquello como un abordaje pirata que me engarfió el corazón y, aunque ya estemos divorciados, en la vida se me olvida aquel bricolaje tan tierno y marinero, como de Rafael Alberti. Y no me mires así, que no fue en la universidad, sino en mis veranos de animador de hoteles: nada por aquí, nada por allá y… ¡Una pajarita! Botamos el barquito en la fuente del patio del hotel y enseguida se fue a pique, pero nosotros nunca fuimos supersticiosos. Aquí, entre tú y yo, tu avioncito era una birria que ni en Lepe. Mejor te enseño a hacerlos como mandan el sentido común y las leyes blandas de la aerodinámica, pero prométeme que lo que te acabo de contar no sale de estas cuatro paredes. ¿Dónde te compraste esas gafas? ¿Aún no se te baja el flemón? Pásame esa hoja…