Era mayor, más de setenta años. Salió al balcón, alzó el brazo, se hincó levemente la punta de las tijeras en el cuero cabelludo y, con la otra mano, le arreó un martillazo al mango, de refilón. Quería matarse, pero sólo se abrió una leve raja que le levantó la piel. La demencia le había impedido tomar medidas menos sofisticadas y arrojarse de plano al vacío, como la mayoría. La otra abuela salió simplemente a regar las plantas. La puerta quedó bloqueada y, al notar el cierzo del otoño enfriándole la cara, palmeó el vidrio, llamando a su nieta para que abriera desde dentro. Pero la niña se la quedó mirando, con una sonrisa, desde el otro lado, sin llegar a girar la manilla. El balcón es una prolongación del ojo que a veces la mano no alcanza; una expectativa, un incierto paso adelante, un futuro inmediato que se cree que ya se tiene y, a lo mejor, ya nunca se pisa. Hay muchas películas sobre ventanas y casi ninguna sobre balcones, por aquello que alguien se inventó, al afirmar que el cine es una ventana al mundo. Todo un cine de mirones, recogidos en sus respectivos cubículos, cayendo a bulto en la trama, al echar un vistazo a lo que ocurre allí enfrente. Cine de vecindad, corrala y quinto patio; de persianas, ahumados y visillos. Yo siempre tuve ventana, patio y terrado. Luego, terraza. Más tarde, galería, y hace poco he sabido lo que es el balcón, sentarse a mirar lo que ocurre en la plaza, destapar el cielo a medida que el toldo se enreda en su sueño del atardecer, que lo volverá invisible una noche entera. La ventana es otra cosa. La cortina no oculta el cielo, sino el mundo, lo escamotea y emborrona… Hay un lenguaje silente de ventana a ventana, que se torna mucho más difícil entre balcones. En el balcón mandan los objetos, en la ventana las luces. No es lo mismo caer desde un balcón que desde una ventana. Eso lo sabía bien el bueno de Truffaut y todavía mejor el malo de Tobe Hooper. Durante algún tiempo, me extravié en el laberinto de querer arrojarme por la ventana. El pasillo era largo. Tomaba carrerilla, pero siempre me detenía unos centímetros antes de alcanzar el cristal. Lanzarse a la calle atravesando los vidrios, envuelto en el estruendo bronco que quiebra el sosiego de la media tarde, es cascarle el himen a la puta muerte. Dejarse caer desde la balconada, como la sumisa manzana de Newton, no (me) dice nada. Como acostumbra a recordarme un amigo, lo importante no es saber por qué cae la manzana, sino cómo subió al árbol. Los balcones no hay que bajarlos, sino treparlos con el propósito ardiente de un amante furtivo. Mientras mondo este melocotón, sentado frente a la mesa circular del balcón, veo a los chiquillos pulirse los restos de pólvora de la verbena. Alguien rebusca en los contenedores y un coche gris se dispone a entrar en el aparcamiento. En los bloques de enfrente no hay balcones, sólo ventanas medianas y pequeñas, algunas abiertas al airecillo de entre luces. Parecen nichos abocados a la negrura de dentro. Si, ahora mismo, saltara alguien desde su interior, podría jurar que es un resucitado. Ante el balcón de julio, el verano aguarda una decisión que nunca llega. Si dios existiera, yo lo habría acuchillado.