Hierve el caos y han cerrado ya la cuchillería. Dejas de fijarte en los ojos para concentrarte en las bocas, pero no encuentras el alma ni el tesón en ninguna frase. La música que emana de los vehículos es una prueba más de esta triste decadencia, y te sacude la duda, ¿qué enfermedad es más grave, la tuya o la del mundo? Tú eres el que, al entrar en los bares, incendias la cabeza de los hombres, y recorres las aceras entre el veneno de las sierpes y las afiladas fauces de los tiburones. Vienen y van, van y vienen tambaleantes pollos y gallinas sin cabeza que riegan con su sangre monstruosa las cloacas en las que se han ido ahogando, a borbotones, los frustrados engendros que deberían haber sido tus hijos. Prefieres los lobos, fieles a la luna y a sí mismos. Esa luna llena que hace crecer, por encantamiento, los pechos de tu hembra, en mitad de una rara marea lactante. Nunca dejes la luz encendida después de haber sorbido sus temores, el vigor que se logra en la oscuridad no es comparable a ningún otro, y siempre será más dulce el sabor de la tortilla de ortigas. Trae más suerte un caballo que cualquier herradura. Descolgándote de un árbol, en la fronda, sorprendes el paso de la procesión. El Cristo, asustado, pide a gritos que lo desclaven. Los nazarenos echan a correr, la cofradía entera huye en desbandada. El cura se hunde en un lodazal y te enfrentas a dios hijo, cara a cara. Tiene los colmillos pronunciados y las orejas desiguales. Sugieres que te rece un padrenuestro, pero se queda en blanco. No sabe, no contesta. A falta de pan, buenas son hostias. Le sacas dos clavos y el último lo dejas a su albedrío, porque llaman tu atención las ardillas voladoras. Nueces y piñas, castañas y bellotas. Castaños, encinas, nogales, pinos y el escozor en los ojos de la parsimoniosa procesionaria. Parece que empieza ganando la naturaleza. Bajo las aguas del Mar del Norte, un submarino se detiene por orden superior. Ya van tres muertes en otras tantas jornadas de viaje y es preciso averiguar qué demonios está sucediendo. Los cuerpos aparecen, de madrugada, lánguidos, pálidos, inertes. Primero fue el cocinero, después un mecánico, ahora el maquinista… Se reúne a la tripulación, se obliga a revisar escrupulosamente la nave por parejas. Nadie encuentra nada fuera de lo común. “¿Seguro que han registrado hasta el último rincón del buque?” “Así es, mi capitán. Todo ha sido debidamente examinado, exceptuando su camarote.” “¿Mi camarote?” “Comprenderá que no hemos considerado oportuno…” “¡Mamarrachadas! ¡En casos de emergencia de este calibre, no hay privilegios que valgan! ¡Vamos allá!” El capitán, seguido de los primeros oficiales, se encamina a sus dependencias. Abre la puerta, el camarote está vacío. Mira debajo del camastro. Nada. Abre su armario, corre las perchas a un lado y, tras los uniformes, descubre a Drácula durmiendo… con un limón en la cabeza… Este chiste, pérfidamente ingeniado por mi hermano, corre como la pólvora por el patio del colegio y, en el transcurso de una clase, un compañero alza el brazo y solicita permiso al profesor para que me deje contarlo. Resuenan las risas, pero la niña que a mí me gusta —rizos morenos, ojos de sabiduría— me escruta con tal estupor que me deja exhausto. Recojo todo, lo meto en mi cartera y salgo a la calle con la sordera del que ha perdido el apetito por la conversación. No me saco de encima esos ojos negros, como si fueran los del mismísimo rey de los vampiros. Hierve el caos y, entre ansias de fuego, ni mi tenedor pincha, ni mi cuchillo corta. Trato de olvidarme de sus ojos y concentrarme en mi boca. Un caballo atraviesa el comedor, lo cabalga una niña muerta que dice llamarse Avellaneda.