Con el ano dilatado, Mariano es otro. Piensa mucho en animales y en las verdes praderas. Tras el blanco frontispicio de su frente, se agita un mar llameante de amapolas que lamen los agrietados pies de los castaños. Lejanos soplos de brisa —cuna blanda de los cargados ramajes— le transportan a una extraviada galaxia de verdes, pardos y marrones, con flores erectas y frutos perfectos, memoria destilada de su infancia remota. La fragancia seminal de la flor de castaño le aturulla las entendederas. Ágiles ardillas le trepan los sesos, mientras admira, enamorado, la entusiasta labor del escarabajo y el altivo fisgoneo de la lechuza. Aquellos bosques, terrosos, templados y húmedos, cobijo de primeras prospecciones, donde dejaba que le enterrasen los dedos y las lenguas, con un péndulo de incienso imaginario perfumándole las ideas… Aquellos pupitres verde pálido —que lo mismo servían de pista de carreras que de improvisado futbolín para dedos y canicas— bajo los que guardaba libros y cuadernos, sus dibujos de casas, estrellas, lunas y soles. Ya la primera vez que le contaron la edificante aventurilla de Caperucita, se vio con la capita colorada y el canasto repleto de viandas, atravesando un caminito sembrado de castañas pilongas. Un enjambre de punzantes sensaciones le pajareaba en el estómago al pensarse vigilado por el lobisón de rabo enhiesto y dientes sangrientos. ¡Qué tensión en la nuca y en los dedos, a punto de ser devorado por la bestia! Y luego, la sangre, los hachazos. El leñador, en mangas de camisa, mirándole desde muy arriba, acercando sus manos de gigante, robustas y pilosas, para alzarlo en el aire, abrazarlo y colmarlo de besos. El hacha apoyada en un rincón de su cuarto, junto a sus botitas de agua embarradas y húmidas, y el hombre del bosque quitándole la ropita mojada para ponerle el camisón y contarle otros cuentos en que no hubiera abuelitas, ni moralejas. Sólo él y el leñador. Él con trenzas y gafas de ver maravillas, y el leñador con la camisa arremangada y un capazo de castañas con que pasar las horas. ¡Cómo avivaron la llama de su cuerpo el rojo de la capita y las amapolas! ¡Cuánto hubo de esforzarse en sofocar esa neblina de incendios! Años de silencio, contrición y disciplina frente a aquellos pupitres verde pálido –que lo mismo le mostraban el vigoroso esqueleto de la nación, que las hazañas de pertinaces caudillos gallegos—, ante los que sus circunspectos preceptores le enseñaron a no morderse las uñas y a saber dónde colocar las manos cuando le mandaban salir al encerado. Le salían mejor los números que las letras, el 3 mejor que la E, el 6 mejor que la P, la O peor que el 0. Día a día, entre lecciones, exámenes, misas y deberes, fue enterrando, bajo un musgo negro de tinta, el recuerdo de los castaños, los cuentos y aquellos primeros amigos. La vida se le abría como un rectilíneo pasillo que discurriría entre despachos, bancos, oficinas, consistorios, palacios, ministerios… Hizo falta mucho gris —crespones, diarios e impresos— para sepultar el rojo vivo de la capita y las amapolas. Pero aún hoy, donde el Lérez se desfonda, hay momentos en que la fragancia de los castaños le inunda las narices, le empapa el paladar y satura su lengua. Noches de crema y tizón de carne en que, con el ano dilatado, Mariano es una niña con una familia, una vivienda y unos padres con trabajo. Una niña soñada y soñadora que tiembla de gozo al sentir que su retaguardia se abre de un hachazo. Viva la patria.