Las pelo y las guiso, colecciono las colas y desecho las entrañas. Ahora como ratas, me adelanto a los gatos, soy veloz y feroz en el trance de cazarlas. No me sirvo de trampas, utilizo las manos y los dientes, a veces las piso o las clavo en estacas. Me visto con sus pieles, me adorno con sus dientes, me alhajo con sus patas. Es común en las ratas distinguir, entre efluvios y hedores, el aroma corrupto que mi aliento delata. Por eso me rehúyen y buscan escondrijos en los hoyos más foscos y la humedad profunda de las ciegas cloacas. Trepan el estiércol, horadan el cieno, atraviesan las aguas, y nada las detiene, ni paredes, ni verjas, ni taludes, ni montañas. Sólo las para la muerte: mis manos, mis dientes, mis pies, mis estacas. Yo he mirado de frente los ojos abiertos, rojos y calientes de esas ratas que se iban deslizando como racimos de odio hasta el fondo de mi alma infeliz y cansada. Sentado bajo el puente de cemento, con los raíles temblando sobre mi cabeza y el viento azotando las hierbas resecas y mansas, ahuyento con fuego el acecho vengativo de las ratas. Se han confabulado con gusanos e insectos con el fin de desterrarme y arrastrarme a la nada, pero yo resisto y pervivo contra andanadas, traiciones, malones y razias. No me hacen falta más que un descampado, los bajos de un puente, un erial, una riera, una covacha. Mi vida se crece en lo oscuro, ardiendo en la canícula o herida por tarascas; el frío aviva mi calor y el fuego atempera mis trémulas mudanzas. De mí no podrán encontrar más que las heces que desatan mis tripas heladas y un colirio de jugos esparcidos entre ortigas, espinos y cañas. Mi corazón está podrido y mi cerebro se cuece en una lata.