Íbamos a cenar, estaba la mesa puesta con su tapete de hule, las servilletas a cuadros y los vasos de duralex, que mi madre ganaba reuniendo vales de regalo en el colmado de la esquina. Llamaron al timbre y entró nuestra vecina, bajita, bizca, con el cabello ensortijado bajo el calor aparatoso de alguna peluquería cercana. Contaban en los bares que su marido se había merendado la lengua de un cura durante la guerra. Y, detrás de las cortinas llameantes que filtraban el fresco de la calle al interior de los zaguanes, se traía, de tarde en tarde, a colación, la tarde en que aquella mujer menuda y preguntona se había precipitado sobre el lecho conyugal, en el que su marido dormitaba la siesta, y le asestó un hachazo que resbaló de refilón, arañándole la frente, degradando el crimen al rango de desconcierto. El hombre pegó cuatro gritos y nada más se supo del asunto. Nadie pensaba ya en ello mientras la mujer recorría el pasillo y se metía en nuestro comedor, quedándose prendada de aquel sonajero a colores que todos llamábamos televisor. Embobada estaba, mirando y escuchando la desenfadada actuación de Manolo Escobar. Con los ojos y los labios sumidos en la creciente humedad de sus emociones, no podía más que articular: “¡Qué guapo! ¡Qué hombre!”. A pesar de ser una mujer muy dada al recuerdo y la emoción, sólo una vez la vi más entregada al llanto. Casi una década después, durante la procesión barrial, con la avenida abarrotada por los vecinos que admiraban el paso de la Virgen de la Fuensanta, me topé con ella. Llevaba puesto un chal de lana sobre los hombros y, con la llorera gorgoteándole en la gola, no paraba de exclamar: “¡Es que esto es muy grande! ¡Muy grande!”. Muy grande la virgen, y ella tan pequeña… Años después, entre los secos bosques del Bages, mi amigo Toni y yo radiábamos una locura a través de los micrófonos de una emisora municipal. Antes de meternos en el locutorio, emitía su programa un señor gangoso con muchas tablas, cuya dicción descarriada se me enredaba de tal modo en las entendederas que, a la hora de salir al aire, no podía evitar emularle, siquiera unos minutos, hasta recuperar mi modo y mi acento. Cualquier otro, en nuestra situación, hubiera llegado a pensar que nadie le escuchaba al otro lado. Sin embargo, nosotros sabíamos que helase, nevase o granizase, nos escuchaba con atención la tía Rosalía, afable señora de cabellos blancos y palabras mesuradas, tía abuela de un amigo común. Probablemente, nunca llegó a comprender el principio y la razón de nuestras acústicas barbaridades, nos oía por fidelidad y por amor. Y no era malo su criterio, cuando alguien encetaba una conversación sobre juicios estéticos, ella se volvía categórica: “El hombre más guapo que he visto en el mundo es Manolo Escobar”. ¡Y vaya si era guapo! ¡Y simpático! ¡Y risueño! El único hombre capaz de igualar la sonrisa natural de Concha Velasco. Por algo han sido los dos los verdaderos novios de esa España que se prodiga por terrazas y bailes, por plazas, gradas y veraneos. Cuando mi bisabuela agonizaba en el hospital, otra paciente que afrontaba el mismo trance perforaba la noche llamando con desesperación a su Manolo. Mi madre se puso a su vera y preguntó si ese Manolo era su marido o su hijo. Y uno de los allegados a la enferma aclaró que nada de eso, a quien llamaba la señora era a Manolo Escobar. Quién podría censurar un alma que desea morir acompañada del resplandor de una sonrisa, transitar al calor de una tonada afinada y melodiosa, viva y alegre como un verano de dicha inmensa. Y eso era Manolo Escobar, el señorío del traje de los domingos, la alegría desparramándose en mangas de camisa, un trueno sereno que ni se compra ni se vende, porque no hay en el mundo dinero para hacerse con él.