No voy a hablar del pasado. Esto empieza a parecer un álbum de recortes engomados con la baba inútil de la nostalgia, y por ahí no paso. Tampoco es que tenga hoy nada que contar, ni que confíe en ningún porvenir sórdido, alegre o principesco. Pero, del ayer, mejor que hablen tus padres. Y la imaginación prefiero dejarla intacta por ahora, no marcarla con letras, ni ensuciarla con tinta; vive muy contenta aquí dentro y le importa menos que nada lo que vayas a decir de ella. Ahora mismo tengo cinco arañazos en el mismo brazo, pero eso es todo lo que vas a saber de Fulci. Y en casa no hay más gato que él. El sol me da en la espalda y rebota en la luna del espejo del armario de la habitación donde guardo la caja de herramientas. Con el cambio de estación, a veces se afloja el tornillo que cierra la montura derecha de mis gafas, y tengo que entrar en el cuarto, abrir la caja, palpar hasta encontrar el destornillador más pequeño, encajar la lente y volver a cerrar el cuadro. No tardo más que un par de minutos, pero con eso basta para entender que esta falsa realidad no es más que un caldo pocho que se derrama, sin sentido, sobre un lecho vago, esquivo, sucio, incandescente. Y hay algo de maligno en el microondas, como si a través de él se entrara en un reverso yerto, en una negación exhaustiva de todos los principios vitales. La leche que calentamos ahí dentro deja de serlo en un minuto, la tortilla se convierte en otra cosa. El microondas es para la sustancia lo que la escuela para el alma, que entra viva y sale desecada, pervertida, rota. A esos hijos de puta que no se cansan de predicar la comunión entre enseñanza y trabajo, universidad y empresa, quisiera oírlos reventar como palomitas a la hora de la merienda. Tampoco voy a hablar de cine, ni de música. Cómprate una revista o vas y la robas. ¿Acaso te importa dónde meto la polla? Si cambio o no las sábanas no es cosa vuestra, ni lo que queda en el baño, en mi mesilla, en la nevera… Me cortaré las uñas, eso es todo. Dejaré que sigan durmiendo esos libros, los cuadernos, las cajas, los álbumes de fotos… Se oye hablar, a ratos, a la chica que limpia la escalera. La empleada de siempre debe de estar de baja o de vacaciones —ella no lo sabe— y hoy ha venido una rumana rubia de ojos claros, capaz de pasar la fregona mientras habla por el móvil. Las señoras de la limpieza son maestras en el uso sistemático del ascensor. Suben a pie, pero llevan un cubo de recambio en el elevador, que van llamando conforme lo necesitan. Si uno vuelve de la oficina de correos o llega con la compra, se encuentra el cubo dentro y se figura una cuantas cosas. En el patio de atrás ahora no hay nadie, pero por la tarde bajarán algunos niños. Los más pequeños, vigilados por sus abuelos, le darán un rato a la pelota. Los mayores, si están enamorados, se conchaban en la escalera del sótano o se van al parque que queda escondido tras los bloques de enfrente, junto al aparcamiento, cuya puerta ha vuelto a averiarse y no cesa de subir y bajar a intervalos ruidosos, pero regulares. Dejo de teclear mientras veo llegar la camioneta del reparador, que se detiene sobre la acera. Una nube claro perla se va desgarrando por detrás de las altas viviendas, mientras la puerta deja de bascular, a media altura, y el hijo mayor del bazar chino se saca la mano del bolsillo para responder una llamada. Vientos del pueblo me llevan pero nunca, nunca me arrastran.