Imagino una performance inquietante, digna de una mente retorcida, que consiste en hacer de estatua viviente, convenientemente disfrazado de muerte, con capucha y guadaña, en la puerta de urgencias de un concurrido hospital. Contando malas pulgas, con la cara pintada de catrina, ceño fruncido y guantes de Misfits. Encorvado, agarrando bien la herramienta letal de jardinería, desafiante, enigmático y tocapelotas. Situarse ahí, delante de la humanidad desesperada, aturdida, para recordarles quiénes son. Hay que ser cabrón. Carne de cámara oculta. Viral asegurado. Igual ya existe algo así y no me he enterado. Humor negro hipervitaminado. Pasan los taxis y las ambulancias. Frenan los automóviles como si no hubiera mañana. Mientras, el sujeto de negro y cara huesuda permanece inmóvil, con una aureola de espanto artificial. Hágase la oscuridad, así en el cielo como en la tierra.
Siniestro, por suerte o por desgracia, la vida me ha hecho así. Intento pasármelo en grande, pero cada día una pequeñísima parte de mi mente me dice que algo va a acabar mal irremediablemente. Probablemente somos el único animal consciente de su fecha de caducidad. Dejemos en anecdótica la ida de olla de la parca, aunque voy vestido de negro igual. Se nota que escribo esto en la sala de espera de un hospital. Estoy solo, abandonado a mí mismo. Ahuyento a las masas. Sólo se escucha el murmullo de la máquina de refrescos. El notebook ilumina mi rostro, diabólico y divino. Hago sombra a una mesa que ha vivido experiencias que es mejor obviar: partidas interminables al mus, lloros torrenciales y a saber qué más. Horas, horas y horas. Esto es tan placentero como lavarse los dientes con una maquinilla de afeitar. Con agua helada. Bien helada. La cabeza no deja de pensar en cosas que no apetece imaginar. Jamás. Para distraer el alma, devoro periódicos y revistas sin sentir el papel. Miro las redes sociales y me entran ganas de poner un huevo. Leo críticas que no diseccionan el talento, aplauden el aburrimiento. Comentarios que hurgan en los ombligos. Dan de comer pelusas bien gordas a esa bestia llamada ego. Huesos que roer, carne que despedazar. ¿Pedantes por naturaleza o en defensa propia? Aprieto con fuerza el puño. Echo en falta esa guadaña que no tengo. A cambio, le doy al teclado.
Ni me gusta ni me disgusta, más bien todo lo contrario, pero si algo tengo que decir es que me confundís y os confundo. He querido entenderos y he aceptado que no queréis entenderme, así que no voy a perder más el tiempo. Mi precioso tiempo biológico. Peino canas en los huevos. Concretamente dos. Mañana vaya usted a saber.