Se le hizo tarde después de currar, es lo que tiene ser freelance. Acabar la faena, con la espalda pidiendo auxilio, tras horas y horas delante del ordenador, sentado de todo menos recto, invita al descanso del guerrero. Pausa vital para retomar fuerzas y continuar batallando, cumpliendo con la rutina. Por delante, antes de la cena, la cama y el volver a empezar, una ansiada lectura en posición horizontal: un libro de bolsillo, devorado por capítulos, señalado con el marcapáginas publicitario, y un cómic de esos gruesos, comprado por la red, con tapa dura como para matar cucarachas africanas, lo que algunos llaman novela gráfica. Al pasar hojas tumbado en el sofá, le oprimía el pecho el grueso volumen, apoyado en la caja torácica. La tele de fondo, a modo de murmullo, como si hubiera gente en casa. Sin nada en la nevera y un triste puñado de euros en el bolsillo, por dejadez, por esperar al límite antes de pasar por el cajero, pensó en matar el hambre con una botellita de Fanta naranja y una bolsa de patatas onduladas al jamón, el menú ideal para un hombre de provecho que se ha quedado a dos velas. Eran casi las doce de la noche. Van a cerrar la tienda de chinos de la esquina, pensó. Para ahorrar tiempo bajó con lo puesto, en chanclas y a lo loco. Pantalón corto de chándal y una camiseta desgastada que le regalaron hace un lustro en un festival de cortos. El uniforme perfecto de un autónomo juntaletras.
Despeinado, sin afeitar, con una gorra cubriendo su testa para disimular, pisó el asfalto con desgana para cumplir con el trámite del avituallamiento. Por favor, que no se encontrase con nadie en el corto desplazamiento a su vital destino. Entró en el badulaque y su colega, el de ojos rasgados, le sonrió, como cada día, como cada hora, como cada minuto, como cada segundo… Echó mano de las viandas y el líquido espirituoso, con unas pipas Facundo como material extra, y devolvió el guiño al esclavo del colmado. De vuelta a casa la sandalia del pie derecho piso una mierda de perro de tamaño tan incierto que casi se resbala, desnucándose sobre la acera como un tonto del culo. Semejante idea, grotesca y macabra, se le pasó inmediatamente por la cabeza, pero quiso creer en la buena suerte que da el tacto accidental de excrementos hasta que llegó al portal de su vivienda alquilada a cambio de un riñón y medio. Al llevar la mano al bolsillo, las llaves no estaban. Tampoco el móvil. A cambio llevaba el mando de la televisión, ¡será gilipollas! Segunda y tercera en la frente. El escatológico preludio no había sido buen augurio. Limpió la suela como pudo, con un folleto de comida para casa 3×1, tirado en el suelo a conciencia, por si aparecía algún vecino en el portal a tirar la basura fuera de hora. Bastante mala imagen tenía al utilizar su poder mental para que las puertas del ascensor se cerrasen antes de que cualquier compañero de edificio se colase. Todo es válido con tal de no tener que dar conversación a un extraño en un reducto tan claustrofóbico.
Pasó el tiempo, pausado, y nadie bajó a por tabaco. Nadie encendió la luz del portal, abriendo una puerta a la esperanza. Nadie necesitó llamar a su amante a escondidas. Nadie escapó de un mal polvo en casa ajena. Menuda nochecita le esperaba, no lo sabía bien. Tocó algún timbre del portero automático a la desesperada, maldiciendo su actitud taciturna con sus compinches de escalera. Había cruzado una vez con alguien, de cuyo rostro no podía acordarse, tres palabras sobre meteorología y poco más. Por supuesto, como imaginaba, nadie contestó. A esas horas no está despierta la gente normal. No tenía ni un céntimo para llamar desde una cabina de teléfono, si es que todavía existen. Da igual, no se acordaba de memoria de ningún número, como mucho el fijo de sus padres que viven a seiscientos kilómetros. Castigándose a sí mismo por su soberana estupidez, alivió las penas regando su garganta con el refresco azucarado, calentorro, y se zampó los snacks con parsimonia de cuclillas en el porche. Resignación. Pasó por delante una pareja discutiendo, no procedía dirigirles la palabra, y al de un buen rato, un tipejo con traje y chaqueta que le miró raro antes de pestañear. Igual era el momento de moverse a algún sitio, quizás despertar a algún colega, aunque le diese una vergüenza tremenda. Otra opción que barajó fue pasarse por el Bar Barela, a ver si por casualidad estaba todavía pimplando algún conocido, a pesar de ser un martes grisáceo. Solamente le faltaba un papel de plata entre las manos para parecer lo que no es. La temperatura bajaba considerablemente y no se oía ni a un borracho en las calles, como si fuera el único día del año en que se toman vacaciones.
Escuchó, no muy lejos, un ruido de tacones. Quizás provenía de la calle paralela. Aprovechó la oportunidad, por si le había tocado algo en la lotería de la vida. Con que le dejasen llamar por el móvil a un cerrajero le valía, aunque con la factura que probablemente le endiñaría no llegase a fin de mes. Mejor quedarse en casa sin vida social, sin gastar, una temporada, y santas pascuas, porque lo importante era pasar cuanto antes el mal trago y no importunar a nadie. El extremo concepto de amistad es lo que tiene. Cerca estaba la chica, precisamente hablando por el celular, con cierto nerviosismo. Un ademán para que se percatase de su presencia y la tipa aceleró el paso. “Perdona, perdona…”, soltó por lo bajini, pero ella se hizo la loca. Quizás lo era. Seguro, porque irrumpió en escena un coche de policía, cortando el paso, tras unos minutos de persecución no deseada, a la transeúnte misteriosa en busca de una salida airosa. De nada sirvieron las explicaciones del letraherido vagabundo a su pesar. Pasó la noche en comisaría sin dar crédito al devenir de los acontecimientos. Vivió una experiencia que marca cualquier existencia. No procede describir con detalle lo que ocurrió dentro de la cárcel. En la actualidad el sujeto está en paradero desconocido.