El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Un cuento infantil para adultos

Borja Crespo Historias de amor (y apocalipsis)— 25-04-2013

Erase una vez un padre de familia ejemplar que, cada noche, religiosamente, leía un cuento a sus hijos, interpretando con pasión devoradora cada personaje. De manera histriónica, con gestos alegres que buscaban la complicidad de los chavales, ponía voz al conejo blanco de Alicia, a Hansel y Gretel o al espantapájaros del mago de Oz. Sus pequeños, una niña de ocho años y un criajo de seis, contemplaban hipnotizados cada movimiento de su animado ancestro, no siempre improvisado. Escuchaban con atención cada frase del relato infantil verbalizado, cada fragmento del libro didáctico escenificado, cada uno en su cama, luciendo pijama de Disney, bien acomodados. Compartían dormitorio, como buenos hermanos. La sombra de su papá, gesticulando bajo la luz tenue de la lámpara de Ikea, dibujaba momentos mágicos, con una teatralidad mayúscula por sincera, sobre los pliegues de las sábanas. El jefe del clan modulaba la voz con irregular fortuna, pero siempre con pasión, buscando el aplauso de su descendencia al desmenuzar las arrebatadoras historias. Pura fantasía al calor del hogar.

Con el cuento en el regazo, apoyado en las piernas, sentado en el butacón, el buen padre repasaba las peripecias de los tres mosqueteros, la dramática desaparición de la abuela de Caperucita roja en manos del lobo —un clásico que nunca falla— y la valentía, por no decir golferío, del pecoso Tom Sawyer, ese trasto incorregible aficionado a la aventura. El libro de pop-ups de Blancanieves estaba desgastado de tanto pasar páginas, de tanto enamorar a la precoz audiencia. Los niños exigían su lectura una y otra vez. Sólo lo superaba en número de repasos, por anticuado, un cómic de Peter Pan descolorido por el sol y le iba a la zaga un volumen de Guillermo el Travieso con las hojas marcadas. No fallaba ni una sola noche la cita literaria nutrida de títulos recomendados para los más pequeños. A veces duraba minutos, nunca segundos, en ocasiones horas, dependiendo de la ansiedad de los renacuajos por saber el final del relato, aunque lo conociesen de memoria. El ser humano y las rutinas, todo un universo. Disfrutar de lo que ya conocido, sin sorpresas, ¿para qué arriesgar?

Cada noche la gran familia daba el pistoletazo de salida al ritual durante la cena. Elegían entre todos el cuento completo, el pasaje o capítulo a degustar, sentados a la mesa del comedor, a la hora del postre, conversando entre risas mientras se peleaban con el flan de marca blanca o la macedonia de lata. Consumidas las viandas, el hombre mandaba a los críos a la cama, a rezar cuatro padrenuestros antes del espectáculo. Una vez preparado el terreno, se sentaba en el butacón con el libro sobre los muslos. Tapaba así su miembro viril. Lo dejaba al aire bajo el cuento. Siempre se lo lavaba en el excusado antes de actuar. Cada noche montaba el show, interpretaba a la bruja de La bella durmiente o al Pato Donald con la picha fuera, con la piel del glande acariciando las cubiertas. Los infantes no se percataban, absortos por la historia desgranada con contagio emocional. Cada noche se retiraba, tras invitarles cariñosamente a dormir, embobados, con las páginas recitadas ocultando su sexo. Abandonaba el dormitorio como un pulpo recogiéndose entre las rocas. La mujer lo recibía iluminada en el salón tras la hazaña, viendo el culebrón de la sobremesa, grabado en VHS, ajena a todo. Con la bragueta bien prieta y el pene reposando satisfecho bajo el calzoncillo, el líder de la manada podía respirar tranquilo tras una dura jornada. Érase que se era un padre ejemplar.

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