Un puñado de arroz y un boli Bic vacío es todo lo que necesitábamos para la contienda. Éramos una banda de barrio, vecinos y orgullosos. Éramos los Guanders, con chupa de plexiglás y una calavera mal dibujada y peor recortada, estampada con rotulador Carioca sobre una tela desvencijada puesta en la pechera con un imperdible. Alguno llevaba en la cintura una cadena cutre de plástico de la bicicleta, rojiblanca, del Athletic, para imponer más. Estábamos influenciados por películas americanas de pandilleros de los años 70, pero no por Perros callejeros y compañía, que hubiera sido lo suyo. Aquello era un mal cosplay de Grease, los Warriors quedaban muy lejos. Todo fachada. Una mamarrachada. Como mucho, robábamos unos Peta Zetas en la tienda de chucherías del barrio y nos pegábamos entre nosotros, como animalillos. Nos sentaba fatal el disfraz. Menuda postal. ¿A qué edad? Ni me acuerdo, pero todavía no habían caído las primeras pajillas con final feliz. La guerra de los niños era en el portal de casa, acogedor campo de batalla. Con irregular puntería, nos escupíamos los granos arroceros unos a otros a través de la cerbatana casera. Poco daño hacían. Lo más letal, por asqueroso, era la baba que acompañaba al proyectil. Cuando no quedaba más munición de la marca SOS, lanzábamos directamente pequeños trozos de papel mojado con abundante saliva. Masticábamos el folio creando una pasta de lo más guarra. Subíamos y bajábamos las escaleras del bloque que compartíamos, molestando al personal, como si estuviésemos en una fortaleza, gritando clichés de películas de policías y ladrones. Al más chuleta del clan se le ocurrió una vez sacar del bolsillo de su chupa de mentira un cuchillo de untar mantequilla y aquello se salió de madre. Había un psicópata entre nosotros. Acariciamos el lado salvaje y dejó de ser nuestro amigo.
Nos mandábamos mensajes escritos a mano en hojas de cuaderno de anillas, colocándolos debajo el felpudo que lucía desgastado el mensaje de Ongi Etorri — Bienvenidos. Silbábamos y nos escondíamos para observar por la mirilla la reacción del colega de enfrente cuando descubría la carta escondida a sus pies tras abrir inquieto la puerta de su casa. Ahí estaban los secretos peor guardados. En alguna ocasión, en un alarde de valentía, nos habíamos liado a pedradas con los chavales de otros edificios adyacentes para marcar territorio. “Devuélvele el cromo a mi amigo o te parto la crisma, que has hecho trampas jugando a la monta”, se escuchaba, o algo parecido, antes de empezar a tortazo limpio. Si alguno huía se pasaba al lanzamiento de objetos. Era difícil llegar a un acuerdo verbal antes de repartir sopapos. Así nos lo pasábamos en grande, o mal jugando al fútbol, en mi caso. Cuando todavía había campas alrededor de la barriada, antes de juntarnos a mirar revistas porno entre los zarzales —cítese la Interviú, otrora bomba del despertar sexual—, la cuadrilla, la pandilla, el grupo salvaje, vecinos del mismo edificio, dedicábamos las tardes soleadas, las horas muertas, a cazar saltamontes. A veces desempeñábamos tan intrépida tarea con guantes de lana. Había langostas verdes y bichos extraños en el paisaje que daban yuyu. No molaba nada tocarlos, por ello eran las bestias más preciadas. Llevábamos una bolsita de plástico transparente que íbamos rellenando con los rehenes. En armonía colectiva, reuníamos los trofeos vivientes en el mismo envoltorio. Todos los insectos ahí juntos y revueltos, haciendo bulto, muy a su pesar. Nada que ver con el ejercicio equilibrado de coger caracoles después de la lluvia. Esto era un verdadero safari, lo otro un pasatiempo para nenazas. Cuanto más grande era el invertebrado, más puntos se llevaba el cazador. Si era una mantis, el premio absoluto, por su presunta peligrosidad. El hombre frente a la naturaleza.
Una tarde de cacería, el grupo de amigos, contados con los dedos de una mano, explorábamos el campo allende el río Gobelas con inusitada paciencia –del barrio de Aldapas éramos. Poca cosa había entre la hierba. Nuestra presencia era ignorada. Los condenados bichos nos desafiaban, o simplemente andaban de siesta, hasta que algo increíble voló, literalmente, sobre nuestras cabezas. Tras pegar un gran salto y hacernos sombra, la aparición de imprecisa dimensión se posó sobre el campo. ¿Era un pájaro? Excitados nos lanzamos a por la presa y descubrimos, hipnotizados, que aquello que había aterrizado en nuestros morros era un sorprendente saltamontes gigantesco, salvaje y brutal. El saltamontes más enorme y letal sobre la faz de la Tierra. La criatura más alucinante que habían visto nuestros ojos. Nuestra búsqueda rutinaria de artrópodos nos recompensaba con el mayor tesoro inimaginable para un cazador de insectos. Había que atraparlo a toda costa. Por encima del bien y del mal. Quien lograse capturar al excepcional animal podía erigirse como el jefe absoluto de la tribu. Tamaño botín llevaba implícita una gran recompensa a los ojos del grupo. De inmediato pasamos de ir en alegre comandita a competir entre nosotros por la alimaña mutante. Surgieron los empujones y los insultos, medio en broma medio en serio, mientras perseguíamos brinco a brinco a nuestro alucinante objetivo. Al final lo conseguimos. Todos a la vez, sin quererlo, logramos meter al bicharraco de otro mundo en la bolsa sin dañar su exoesqueleto. El falso triunfo comunitario no tardó en tornarse guerra civil por el afán de protagonismo. ¿De quién era la victoria? ¿Quién era el líder de la Operación Saltamontes? ¿Quién se quedaba con la medalla?
El que mejor tenía agarrada la saca que atesoraba la recompensa herbívora, el saltamontes Godzilla, echó a correr como un loco. Los demás tardamos milésimas de segundo en reaccionar e intentar agarrarle por detrás. Cuando el colega huido tenía cierta ventaja alguien paró de sopetón, cogió un buen pedrusco y se lo lanzó a la espalda con saña para frenarlo en seco. Le cayó un hostión de órdago y se estampó contra el suelo. Como zombis, nos lanzamos sobre la presa, zarandeamos la bolsa y, en pleno forcejeo, el saltamontes mágico se escapó, no sin cierta dificultad, pues acumulaba golpes como todos. Apenas podía saltar, el pobre. Perdió en un instante su poder majestuoso. El más espabilado de la disputa se escurrió de la melé y alcanzó al torpe insecto, otrora príncipe del jardín. Le dio un pisotón con una furia inusitada, sin pensárselo demasiado. La fortuna ya no era para nadie. Ni pa’ ti ni pa’ mí. El traumático episodio me hizo ver claramente, quizás por primera vez, el lado oscuro de la naturaleza humana. El mío también. Así, hasta hoy, con más sangre de por medio. Por un premio absurdo que apareció de entre la maleza nos partimos la crisma y empañamos nuestra amistad. Como cada día. ¿Cuestión de genética? Es lo que somos.